viernes, 14 de junio de 2013

LA PERFECTA CASADA


Mi vida de casada transcurrió tal como nos habían enseñado a las mujeres de mi generación, siguiendo los preceptos de Fray Luis de León: madres prolíficas, esposas sumisas y amas de casa hacendosas. 

En doce años tuve mis seis hijos: Fernando, Carlos, Rosita, Angela, Maria Teresa y Luisita. Así cumplí con el primer requisito de "la perfecta casada".

No volví a frecuentar a mis amigas, porque tenía que estar en la casa a las 5, hora en que se servía el té en las visitas. Como esposa sumisa, lo acepté. 

Tuvieron que pasar muchos años para que volviéramos a reunirnos. Ya para entonces, todas estábamos viudas y pensionadas. Esto me dio pie para escribir "Las viudas de los primos", con cuya lectura nos divertimos mucho.

La casa marchaba muy bien porque me ayudaban dos empleadas internas que cumplían a cabalidad con sus oficios. Siempre hubo dos, aunque con algunos relevos, de vez en cuando. Cuando por alguna desafortunada circunstancia faltaba alguna de ellas, yo asumía el trabajo, bien fuera en la cocina o en el planchado.

En ese tiempo no existía la jornada continua, porque no era necesaria: Bogotá era una ciudad pequeña, el tránsito era fluido y los empleados y los estudiantes almorzaban en la casa. Los muchachos se iban a pie al colegio Antonio Nariño, que quedaba a pocas cuadras. A las niñas las transportaba el bus del colegio Alvernia, haciendo cuatro viajes al día.

Por las tardes, cuando Marceliano se iba para el Banco y los niños para el colegio, me quedaba un tiempo precioso para leer. La Editorial Aguilar estaba publicando una colección de novelas de los mejores escritores españoles como Emilia Pardo Bazan, Armando Palacio Valdés, Benito Pérez Galdós, Juan Valera y otros. Eran libros muy finos, en papel cebolla, a dos columnas y empastados en cuero.

Los autores eran verdaderos cultores del idioma y conocedores de las emociones humanas y la idiosincrasia de los pueblos en donde se desarrollaban los hechos. Yo me devoraba esas novelas así como en la infancia me había devorado las de Emilio Salgari. 

Mamá me enseñó a coser y nos reuníamos para hacerles vestidos a las niñas. Yo les tejía suéteres a los muchachos, iguales pero de distinto color para cada uno. Crecían tan rápido, que cada vez se me iba más tiempo en tejer tan largas mangas. El día del estreno, los encontré jugando en el jardín con la perra: ella halaba los suéteres por un extremo y ellos, por el otro. Me dolió tanto, que no volví a tejerles nada. de ahí en adelante le encargaba los suéteres a Yokota, una japonesa que los tejía en máquina.

Todos eran muy responsables en el estudio. Yo siempre estaba presente por si acaso necesitaban ayuda. Pero nunca tuve que instarlos a cumplir con las tareas, ni regañarlos porque no las hacían.

Un día el padre José Gerer, párroco de El Divino Salvador, me invitó a tomar parte en la Acción Católica. No vi inconveniente alguno porque se trataba de una reunión semanal y terminaba antes de las cinco. Acepté con gusto porque significaba una actividad diferente a la doméstica.

El director era el padre Tulio Duque, hoy Monseñor. Nos daba unas charlas muy interesantes sobre el dogma, la ética y los valores humanos. Además de lo espiritual, teníamos actividades de carácter social, como reunir fondos para los pobres. Administrábamos un almacén de ropa usada que regalaban los feligreses, hacíamos bazares, chocolates santafereños, cocíamos ropa para regalarles a los niños pobres en navidad.

Al poco tiempo, las compañeras y el padre Tulio me nombraron secretaria. El ejercicio de escribir las actas, me animó mucho. Por intermedio de la Acción Católica me vinculé con María Carrizosa de Umaña, dueña de la Revista Presencia. Le entregué un articulo y lo publicó. ¡Verme publicada, qué maravilla!. Mi autoestima subió como la espuma y llegué a pensar que podría ser algo más que "La perfecta casada" de Fray Luis de León.




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