lunes, 8 de abril de 2013

Reminiscencias Familiares. Continuación

Después del matrimonio de Tita, un abogado inescrupuloso ayudó a consumar la ruina de Irene y de sus hijos. Irene había sido hija única y no tenía familiares cercanos. Mamá nunca nos habló de unos parientes que tenía por la línea paterna, que conformaron familias muy prestantes como los Collins Jiménez y los Cavalier Jiménez. Tal vez por su orfandad y pobreza se aisló de ellos o, quizás, como lo supusieron mi hermano Alberto y mi prima Lucy mucho tiempo después  cuando ya habían muerto Tita y mamá, Manuel Jiménez Malo e Irene Trujillo no formalizaron su unión mediante el matrimonio, lo cual era inaceptable en la pacata sociedad de esa época, a pesar de que la Iglesia y la sociedad habían aceptado la unión de Rafael Núñez y Soledad Román. Irene murió al poco tiempo en la pobreza.

Después de la muerte de Irene, mamá y su hermano Manuel tuvieron que afrontar el porvenir. Él aprendió a arreglar las máquinas de escribir Remington y así pudo ganarse la vida. Poco aprovechó las lecciones del maestro particular que tuvieron en la casa. Tenía un problema de dicción porque cuando pequeño se cayó con el tetero en la boca y se hirió el paladar. Eso lo acomplejó siempre. Contaba mamá que el profesor le pidió que conjugara el verbo "caber". El niño comenzó diciendo "yo cabro" y el mal maestro se burló: "Verdaderamente, Manuel usted es un cabro".

Manuel tuvo una vida de penurias. Se casó con una joven llamada Elvira Torres y tuvieron un hijo, Eduardito, contemporáneo mío. Elvira no soportó la estrechez económica y con el tiempo se fue con otro hombre. Eduardito estaba en la adolescencia y sufrió tanto, que en un mal momento se arrojó al paso de un carro y murió.

A los doce años, mamá tuvo que enfrentarse a su destino de huérfana y pobre. Las modistas que habían trabajado para Irene , abrieron una casa de modas. Mamá vivía con ellas, cosía dobladillos hasta altas horas de la noche y abría costuras con la plancha de carbón o con las pequeñas planchas de hierro que se calentaban sobre la estufa. La casa de modas tuvo éxito porque la clientela siempre estuvo conformada por las amigas de Irene, a quien habían admirado por su elegancia y buen gusto. Esto había sido natural en Irene desde niña, porque su madre siempre la había vestido con primor como podemos verlo en este retrato.

Era una joven emprendedora y con gran temperamento artístico. Se matriculó en la Escuela de Bellas Artes. Con el dinero que ganaba en la casa de modas pagaba sus estudios y compraba los útiles necesarios, pese a las burlas de Manuel y de las Pérez, quienes hacían mofa de "los monitos de Maruja". Entre sus profesores recordaba a Roberto Pizano, Coriolano Leudo, Ricardo Acevedo Bernal y Ricardo Borrero. De este último conservo un paisaje.

Fue condiscípula de Ricardo Gómez Campuzano y cuando podía me llevaba a sus exposiciones. Fue un gran paisajista y retratista. Hace pocos años tuve la oportunidad de visitar su casa en Bogotá y me emocioné al ver nuevamente muchas de sus obras, en las cuales la figura humana se destaca por la viveza de las miradas, la luminosidad de la piel y la naturalidad de las manos. Mamá siempre me dijo que lo más difícil en la pintura eran las manos. La casa de Gómez Campuzano es hoy un museo que administra el Banco de la República.

Para mejorar sus ingresos aceptó dar clases de dibujo en el Colegio Americano de credo protestante, no obstante la excomunión que pesaba sobre las personas que matricularan en él a sus hijos o que tuvieran algún vinculo.

La presentó en ese colegio una prima de las Pérez Rubio llamada Gertrudis Rubio (Tutú). Ella era protestante y trabajaba en una oficina del colegio. Vivía con su hermana Clementina, católica y también soltera. Con el trabajo de Tutú compraron una moderna casa de dos pisos en el barrio de Las Cruces. Clementina se ocupaba de las labores domésticas y las protegía un perro pastor alemán. Fue una amistad de toda la vida. Yo las recuerdo desde cuando tenía tres años y me encantaba cuando nos invitaban a tomar onces, porque servían unos helados deliciosos hechos en un balde que contenía hielo y sal bijua, para conservarlo. Dentro del balde iba el recipiente con la crema de curuba y me permitían darle vueltas a la manivela para batir el helado. Esta máquina también se usaba cuando llovía muy fuerte con granizo.

Mamá era una joven inteligente, decidida y muy avanzada para su época. Era de pequeña estatura y muy bonita. Contaba que en los bailes siempre la sacaba a bailar el más alto.

Eran los años veinte. Europa y el mundo occidental ya se habían recuperado de la primera guerra mundial. Había quedado atrás la moda de la Bella Época porque cuando los hombres se fueron al campo de batalla, las mujeres se fueron a trabajar a las fábricas y no podían hacerlo con el estorbo de los miriñaques, los corsés y los rizos. Se puso de moda el vestido corto, estilo talego y los cabellos "a la garcon" como los usaban los muchachos en Francia. Europa y América, incluida Bogotá, bailaban el tango y el charleston. Aquí además, se seguían bailando el pasillo y el valse.

Por ese tiempo mamá conoció a un joven oficial llamado Eduardo Leongómez, tío abuelo de Carlos Pizarro Leongómez, el famoso guerrillero del M-19, a quien por su bella figura llamaron el "Comandante Papito".

El joven oficial era llamado el Ciego Leongómez, porque usaba gafas. Me imagino que era tan apuesto como lo fue su sobrino nieto. El cuento es que él y mamá tuvieron un noviazgo que no duró mucho tiempo porque él era muy coqueto. Estuvo cortejando a una actriz que llegó con una compañía de teatro al Colón. Cuando apareció el marido tuvo que saltar por una ventana, se rompió una pierna y estuvo cojo por algún tiempo. Ella no pudo perdonar el escándalo en la pequeña ciudad que era Bogotá, aunque siempre recordó con nostalgia aquella canción que dice: "...que un viejo amor, de nuestra alma sí se aleja pero nunca dice adiós".

Es posible que ese amor platónico nunca hubiera dicho adiós. En 1952 o 53, mamá viajó a Caracas a visitar a Alberto, mi hermano mayor, y a Leonor Álvarez, que estaban recién casados. Mientras se establecían  vivieron en una pensión de muy pocos huéspedes  A mamá le correspondió una habitación vecina a la de Alberto y Leonor. Una noche, cuando ya se disponía a dormir, se abrió la puerta y apareció un señor vestido de blanco, quien se retiró enseguida como si se hubiera equivocado. Mamá se asustó ante la presencia del intruso y fue a llamar a la puerta de Alberto. El se levantó a inspeccionar la casa junto con la dueña y no encontraron a nadie extraño. Al día siguiente, apareció en El Tiempo la noticia de la muerte del coronel Eduardo Leongómez.