miércoles, 14 de noviembre de 2012

La estatua decapitada.


Cuando empecé a organizar mis recuerdos sobre el palacio de justicia, quise puntualizar algunos nombres y episodios que hubieran podido escapar de mi memoria.

Entonces me dirigí al nuevo palacio de justicia “Alfonso reyes Echandia”. Lo pisaba por primera vez. Me pareció inmenso y solemne, aunque frio y poco acogedor.

El gran patio ocupa casi el mismo sitio que ocupó el patio central del edificio que había sido inaugurado en 1978 y reducido a cenizas en 1985. En aquel histórico patio, por el que circulé tantas veces, ya no campeaba la estatua del prócer boyacense José Ignacio de Márquez. Prócer emblemático de la justicia, en cuyo nombre se otorga la mas alta condecoración a que puede aspirar jurista alguno.

La estatua de bronce que fue testigo mudo del holocausto que decapitó a la justicia con el asesinato de once magistrados de la corte suprema de justicia y mas de cien ciudadanos entre empleados, visitantes soldados y guerrilleros.

Me impresionó penosamente ver el gran patio con una elegante plataforma en la cual no estaba la estatua de José Ignacio de Márquez.

Indagué por ella infructuosamente: ni el director de la biblioteca Javier Naranjo ni la secretaria de presidencia Stela rojas ni los empleados en general, tenía noticias de la escultura. Era lógico: en veinte años la nomina se había renovado totalmente y el nuevo personal no había conocido el antiguo palacio ni la estatua.

Proseguí mi investigación consultando el archivo de prensa que yo misma había elaborado.

Cuando se presentó en el museo nacional la exposición de los guerreros chinos de terracota, fui a visitarla. Al salir por el patio que da a la calle 28, vi con gran sorpresa la estatua de José Ignacio de Márquez. Estaba decapitada, pero la reconocí por los pliegues de la toga y el libro en la mano.
Los directivos del museo me informaron que les había sido donada por el consejo superior de la judicatura en 1998, justamente cuando se inauguró el nuevo palacio Alfonso Reyes Echandia y fue ocupado por las altas cortes.

El consejo de la judicatura la había tenido en una bodega, como un objeto inútil y estorboso.

El museo la recibió ya decapitada. No se como pudo perder la cabeza. En todo caso, no fue por las bombas ni los cañonazos que estallaban durante el combate, porque en un documental de Ramón Jimeno aparece intacta en el patio, en medio de los escombros.

Publiqué el libro” entre la barbarie y la justicia” a finales de 2007. En la caratula aparece la estatua decapitada para constatar que, igualmente, la justicia quedo decapitada con el asesinato de 11 magistrados de la corte suprema de justicia y que la estatua debía ser instalada en el palacio de justicia, como un recordatorio del holocausto y un mensaje de “nunca jamás”.

Hablé con varios magistrados y les obsequie sendos ejemplares de mi libro. Me ofrecieron tratar el tema en la sala de gobierno. Envié notas a la prensa, divulgué la idea entre amigos y conocidos, Pero pasaba el tiempo sin ningún resultado.

En abril de 2010, cuando se iban a cumplir los 25 años, me presenté ante el entonces presidente de la corte, doctor Jaime Arrubla Paucar.

Me recibió muy amablemente, y le entregué una carta que leyó atentamente. Me dijo que presentaría la iniciativa a la sala de gobierno y me responderían. Pero pasaban los meses y no recibía respuesta.

Posteriormente conversé con el periodista Jorge Cardona sobre la estatua decapitada. Él había leído mi libro y me había expresado su concepto, muy gratificante, especialmente por provenir de un periodista y catedrático tan respetado.

El lunes 30 de agosto de 2010 publicó en página judicial del espectador, una excelente crónica titulada LA EFIGIE QUE PERSIGUE A LA JUSTICIA. En ella expone que la estatua presenció la destrucción de dos palacios de justicia en 1948 y en 1985, y que quienes reconocen su valor histórico opinan que debe regresar a la sede de las cortes.

Esta crónica motivó a los magistrados de la corte para acelerar las diligencias por su recuperación.

La directora del museo nacional, doña Marcela Lleras se negó a devolverla con el argumento válido de que es una pieza de museo que pertenece a todos los colombianos.

La opción fue ordenar una replica de la estatua gemela que se encuentra en Ramiriquí.

El viernes 4 de noviembre de 2010 se conmemoró el vigésimo quinto aniversario del holocausto en un acto solemne en la sede de la corte suprema de justicia, durante el cual se develó la estatua del prócer. El doctor Arrubla me hizo el honor de llamarme para colaborar en el retiro del velo, junto con varias funcionarias de la corte.

Meses después visité de nuevo el palacio, con la esperanza de ver la polémica estatua presidiendo desde la plataforma de mármol el inmenso patio.

¡Que desilusión! La plataforma continuaba vacía. Pregunté el motivo y me respondieron textualmente: “porque el consejo superior de la judicatura se opone, pues quiere instalar ahí una estatua de Santander”.

No podía dar crédito a mis oídos, pero me había informado una persona autorizada. ¿Con qué derecho el citado consejo, que no es superior ni a las cortes ni al consejo de estado, controvierte una determinación de la corte suprema de justicia?

Tuvo doce años para haber instalado la estatua de Santander desde 1998 hasta 2010. Pero solo se le ocurrió cuando vio que el sitio de honor iba a ser ocupado por el prócer emblemático de la corte suprema de justicia.

Hablé nuevamente con Jorge Cardona, Quien me ha ayudado mucho en la divulgación de mi libro y en mi campaña en pro de la recuperación de la estatua.

Tuve la satisfacción de leer en El Espectador del 20 de julio de 2011, una magnifica crónica, muy bien documentada y plena de fino humor, escrita por uno de sus colaboradores, el periodista Juan Sebastián Jiménez.

El solo titulo resume la historia: “Una pelea de casi 200 años”. Dice que Santander y Márquez, hoy convertidos en estatuas se siguen enfrentando como lo hacían por motivos políticos y de faldas, pues no en vano los dos estaban enamorados de Nicolasa Ibáñez.

De todos modos, hay suficiente espacio para las dos estatuas.

La de Santander quedaría muy bien ubicada delante de la fachada, bajo su famoso lema: “Colombianos, si las armas os dieron la independencia, las leyes os darán la libertad”. Además, quedaría enfrentada a la de Bolívar, con un gran significado histórico y político.



Entre la barbarie y la justicia: Capitulo XIII "Una anécdota curiosa".


Capítulo XIII
Una anécdota curiosa


Mi nombramiento como Bibliotecaria de la Corte Suprema de Justicia, se debió en parte a un hecho acaecido muchos años atrás: el conflicto con el Perú.

Mi padre, Julio Arrieta Andrade, un personaje inolvidable, era médico cirujano. En aquel tiempo la medicina era un verdadero apostolado que exigía a los profesionales un sexto sentido que se conocía como el ojo clínico, pues la ciencia no contaba con los elementos técnicos que ayudan hoy al diagnóstico.
Cuando se declaró la guerra con el Perú, su patriotismo lo llevó a alistarse en el Ejército. Su primera misión fue en la Base Aérea de Palanquero, el puerto sobre el río Magdalena, en donde nació la aviación militar. Pilotos alemanes cesantes tras el fin de la Primera Guerra Mundial, instruían a los aviadores colombianos. Eran héroes que cruzaban las montañas sin más ayuda que la brújula y una copa de aceite para medir el nivel del aparato y compararlo con el horizonte.
En Palanquero, la tropa y los oficiales se enfermaban de paludismo. Mi padre instó al Comandante para que ordenara desecar los pantanos que constituían el foco de reproducción del anofeles, y a los pacientes los trató con quinina.
Cumplida esta misión fue nombrado Director del hospital de Potosí, sobre el río Orteguaza, más abajo de Florencia, fundado expresamente para atender a las víctimas del conflicto armado. No había pistas de aterrizaje en la selva, pero sí ríos caudalosos propicios para el acuatizaje.
Potosí era un paraíso en medio de la selva. El clima era benigno, aunque cálido; no había plagas, ni indios salvajes, ni peces carnívoros como se especulaba; los huitotos y los coreguajes eran amistosos; el río ofrecía un baño delicioso con su lecho de arena suave y sus aguas mansas. 
No llegaron muchos heridos de bala en el combate, pero sí muchos enfermos de paludismo, beriberi y demás enfermedades tropicales. La mala alimentación en campaña, sin frutas ni legumbres, les bajaba las defensas. Según contó el coronel Herbert Boy en su libro “Una historia con alas”, el almuerzo consistía en fríjoles con arroz y la cena, para variar, en arroz con fríjoles”.
Mi padre se dedicó a cultivar una huerta con tomates, berenjenas, zanahorias y otras legumbres; organizó un gallinero y una cría de cerdos; colonos cercanos mataban reses y surtían el hospital con excelente carne; el río ofrecía abundante pesca; los aviones militares transportaban medicamentos y mercados; los indios llevaban frutas para canjearlas por otros alimentos, en especial unas piñas blancas muy dulces.
Pronto se tuvo noticia en Bogotá de los atractivos de Potosí, y fue llamado el “Hotel Granada del Sur. Cuando se supo que el doctor Arrieta había llevado a su propia familia, los aviadores y los oficiales comenzaron a llevar a sus esposas e hijos, a pasar temporadas.
Un buen día llegaron en una lancha unos visitantes muy distinguidos: la esposa del Intendente del Caquetá con un grupo de amigas y un niño de unos doce años. No llevaban más escolta que el maquinista de la lancha. Habían salido de paseo río abajo, con la intención de regresa a Florencia el mismo día; no llevaban equipaje alguno sino solamente los vestidos de baño.
A los visitantes les gustó tanto ese paraíso selvático y fueron tan bien atendidos por mis padres, que decidieron quedarse varios días. Y su estadía se habría prolongado aún más, de no haber sido por un telegrama urgente que el Intendente le envió a mi padre y que decía escuetamente: Atájelas.
A mis tres años se me grabó el nombre del niño, Chepito Esguerra, porque mamá lo nombraba con frecuencia cuando se lo ponía como ejemplo a mi hermano Alberto, por su educación y sus buenos modales. –“¿Señora Marujita, se podrá repetir? –preguntaba comedidamente cuando alguno de los alimentos era de su especial agrado.
Como pude comprobar cuarenta y cuatro años más tarde, el niño de entonces había atesorado recuerdos imborrables de la aventura vivida en el corazón de la selva, cuando se bañaba en ese inmenso río en el que se podía jugar en la orilla, pero que sólo los nadadores expertos se atrevían a cruzar; cuando en compañía de un grupo de cazadores, oficiales y soldados, abriendo trocha con machetes, lograban un chigüiro de carne deliciosa o cuando pacientemente esperaban a que picara algún bagre para la cena. Tampoco había olvidado a los indios que en rudimentario castellano definían así su filosofía de la vida: “Canoa teniendo, mujer teniendo y harta chaquira teniendo... ¡qué más queriendo!”.
Cuando supe que la Bibliotecaria de la Corte Suprema de Justicia se iba a pensionar, me presenté en el Alto Tribunal con una carta de mi amigo el abogado Eduardo Santa para su colega José Eduardo Gnecco Correa, Magistrado de la Sala Laboral, y le hablé de mi aspiración a ocupar tan honroso cargo.
El doctor Gnecco me atendió amablemente y me condujo al Despacho del Presidente. Su   nombre impreso bajo la placa de bronce que decía “Presidencia”, me intimidó no poco: José María Esguerra Samper.
El Presidente acogió mi solicitud con benevolencia y me pidió que llevara la hoja de vida . Al salir del Despacho, el doctor Gnecco se despidió familiarmente con un “Adiós, Chepe”. Y se me hizo la luz: el Presidente de la Corte Suprema de Justicia ¡era Chepito Esguerra!
Mi padre había sido un gran aficionado a la fotografía. Con una cámara Kodak de fuelle, había capturado imágenes de los lugares exóticos e interesantes a donde le llevó su trasegar como médico militar. Naturalmente, no podían faltar las fotografías de Potosí que yo había visto muchas veces en el album familiar.
Al llegar a mi casa las busqué y las hallé fácilmente. Mi padre las ordenaba cronológicamente y les escribía el año en una esquina. Ëstas estaban fechadas en 1935. Se veía el grupo de las señoras exploradoras en traje de baño, al lado de la lancha, con el paisaje selvático al fondo. Al lado de ellas, Chepito Esguerra como su edecán. En algunas aparecía yo, a mis tres años, con una gran corrosca que me protegía del sol.
Volví a la Corte llevando mi hoja de vida y, también, las fotografías. Cuando el doctor José María Esguerra Samper las vio, se emocionó y comenzó a identificar a las señoras, comenzando por su tía doña Saturia Samper. Luego preguntó por mí y le enseñé la niña con corrosca. –¿Y su papá en dónde está? –Él tomó las fotos. –¿Dónde puedo conseguirlas? –Son suyas, doctor.
El hecho de haber despertado las simpatías del Presidente con los recuerdos de Potosí, no era suficiente para que considerara mi solicitud. Pero, modestia aparte, mi currículo era excelente y cumplía con todos los requisitos de la recién promulgada Ley de Bibliotecología. Aunque mi título universitario no es en Bibliotecología sino en Filosofía y Letras, ya había trabajado más de tres años en bibliotecas oficiales, como Jefe de las bibliotecas públicas de Colcultura y como Subdirectora de la Biblioteca Nacional.
Todos los nombramientos de la Corte Suprema de Justicia debían ser aprobados por la Sala Plena. El doctor Esguerra y el doctor Gnecco planearon mi campaña electoral: cada uno hablaría con los Magistrados más amigos. El doctor Esguerra me contó con su fino humor, que había preguntado a sus colegas si querían ver una foto en la que estábamos los dos; ellos aceptaban suponiendo que sería reciente, tomada en algún evento social o académico y sentían curiosidad por conocer el aspecto de la aspirante a Bibliotecaria. Pero yo tapo la fecha con el dedo –me decía– porque la perjudica.
En la Sala Plena fui elegida por una votación de veintitrés contra uno. Los Magistrados Esguerra y Gnecco se preguntaban quién sería el que votó en contra. “Debió ser Gustavo Gómez Velásquez –dijo el doctor Gnecco– porque siempre me lleva la contraria”. Pero no lo he creído, porque él siempre fue muy deferente conmigo.
En 1984, el doctor José María Esguerra Samper se retiró de la Corte Suprema de Justicia. El doctor José Eduardo Gnecco Correa fue una de las víctimas del Holocausto, porque ese era su destino. Había salido del Palacio para dictar su cátedra de Derecho Laboral en la Universidad de El Rosario, pero se devolvió porque había olvidado el Código. La secretaria de un Magistrado vecino a su Despacho se sorprendió al verlo de regreso y le preguntó el motivo. “Y usted para qué quiere el Código –bromeó ella– si se lo sabe de memoria?”
En su despacho lo estaba esperando un vendedor de libros, quien lo entretuvo unos pocos minutos, pero fueron los suficientes para que entrara el M-19.