miércoles, 14 de noviembre de 2012

Entre la barbarie y la justicia: Capitulo XIII "Una anécdota curiosa".


Capítulo XIII
Una anécdota curiosa


Mi nombramiento como Bibliotecaria de la Corte Suprema de Justicia, se debió en parte a un hecho acaecido muchos años atrás: el conflicto con el Perú.

Mi padre, Julio Arrieta Andrade, un personaje inolvidable, era médico cirujano. En aquel tiempo la medicina era un verdadero apostolado que exigía a los profesionales un sexto sentido que se conocía como el ojo clínico, pues la ciencia no contaba con los elementos técnicos que ayudan hoy al diagnóstico.
Cuando se declaró la guerra con el Perú, su patriotismo lo llevó a alistarse en el Ejército. Su primera misión fue en la Base Aérea de Palanquero, el puerto sobre el río Magdalena, en donde nació la aviación militar. Pilotos alemanes cesantes tras el fin de la Primera Guerra Mundial, instruían a los aviadores colombianos. Eran héroes que cruzaban las montañas sin más ayuda que la brújula y una copa de aceite para medir el nivel del aparato y compararlo con el horizonte.
En Palanquero, la tropa y los oficiales se enfermaban de paludismo. Mi padre instó al Comandante para que ordenara desecar los pantanos que constituían el foco de reproducción del anofeles, y a los pacientes los trató con quinina.
Cumplida esta misión fue nombrado Director del hospital de Potosí, sobre el río Orteguaza, más abajo de Florencia, fundado expresamente para atender a las víctimas del conflicto armado. No había pistas de aterrizaje en la selva, pero sí ríos caudalosos propicios para el acuatizaje.
Potosí era un paraíso en medio de la selva. El clima era benigno, aunque cálido; no había plagas, ni indios salvajes, ni peces carnívoros como se especulaba; los huitotos y los coreguajes eran amistosos; el río ofrecía un baño delicioso con su lecho de arena suave y sus aguas mansas. 
No llegaron muchos heridos de bala en el combate, pero sí muchos enfermos de paludismo, beriberi y demás enfermedades tropicales. La mala alimentación en campaña, sin frutas ni legumbres, les bajaba las defensas. Según contó el coronel Herbert Boy en su libro “Una historia con alas”, el almuerzo consistía en fríjoles con arroz y la cena, para variar, en arroz con fríjoles”.
Mi padre se dedicó a cultivar una huerta con tomates, berenjenas, zanahorias y otras legumbres; organizó un gallinero y una cría de cerdos; colonos cercanos mataban reses y surtían el hospital con excelente carne; el río ofrecía abundante pesca; los aviones militares transportaban medicamentos y mercados; los indios llevaban frutas para canjearlas por otros alimentos, en especial unas piñas blancas muy dulces.
Pronto se tuvo noticia en Bogotá de los atractivos de Potosí, y fue llamado el “Hotel Granada del Sur. Cuando se supo que el doctor Arrieta había llevado a su propia familia, los aviadores y los oficiales comenzaron a llevar a sus esposas e hijos, a pasar temporadas.
Un buen día llegaron en una lancha unos visitantes muy distinguidos: la esposa del Intendente del Caquetá con un grupo de amigas y un niño de unos doce años. No llevaban más escolta que el maquinista de la lancha. Habían salido de paseo río abajo, con la intención de regresa a Florencia el mismo día; no llevaban equipaje alguno sino solamente los vestidos de baño.
A los visitantes les gustó tanto ese paraíso selvático y fueron tan bien atendidos por mis padres, que decidieron quedarse varios días. Y su estadía se habría prolongado aún más, de no haber sido por un telegrama urgente que el Intendente le envió a mi padre y que decía escuetamente: Atájelas.
A mis tres años se me grabó el nombre del niño, Chepito Esguerra, porque mamá lo nombraba con frecuencia cuando se lo ponía como ejemplo a mi hermano Alberto, por su educación y sus buenos modales. –“¿Señora Marujita, se podrá repetir? –preguntaba comedidamente cuando alguno de los alimentos era de su especial agrado.
Como pude comprobar cuarenta y cuatro años más tarde, el niño de entonces había atesorado recuerdos imborrables de la aventura vivida en el corazón de la selva, cuando se bañaba en ese inmenso río en el que se podía jugar en la orilla, pero que sólo los nadadores expertos se atrevían a cruzar; cuando en compañía de un grupo de cazadores, oficiales y soldados, abriendo trocha con machetes, lograban un chigüiro de carne deliciosa o cuando pacientemente esperaban a que picara algún bagre para la cena. Tampoco había olvidado a los indios que en rudimentario castellano definían así su filosofía de la vida: “Canoa teniendo, mujer teniendo y harta chaquira teniendo... ¡qué más queriendo!”.
Cuando supe que la Bibliotecaria de la Corte Suprema de Justicia se iba a pensionar, me presenté en el Alto Tribunal con una carta de mi amigo el abogado Eduardo Santa para su colega José Eduardo Gnecco Correa, Magistrado de la Sala Laboral, y le hablé de mi aspiración a ocupar tan honroso cargo.
El doctor Gnecco me atendió amablemente y me condujo al Despacho del Presidente. Su   nombre impreso bajo la placa de bronce que decía “Presidencia”, me intimidó no poco: José María Esguerra Samper.
El Presidente acogió mi solicitud con benevolencia y me pidió que llevara la hoja de vida . Al salir del Despacho, el doctor Gnecco se despidió familiarmente con un “Adiós, Chepe”. Y se me hizo la luz: el Presidente de la Corte Suprema de Justicia ¡era Chepito Esguerra!
Mi padre había sido un gran aficionado a la fotografía. Con una cámara Kodak de fuelle, había capturado imágenes de los lugares exóticos e interesantes a donde le llevó su trasegar como médico militar. Naturalmente, no podían faltar las fotografías de Potosí que yo había visto muchas veces en el album familiar.
Al llegar a mi casa las busqué y las hallé fácilmente. Mi padre las ordenaba cronológicamente y les escribía el año en una esquina. Ëstas estaban fechadas en 1935. Se veía el grupo de las señoras exploradoras en traje de baño, al lado de la lancha, con el paisaje selvático al fondo. Al lado de ellas, Chepito Esguerra como su edecán. En algunas aparecía yo, a mis tres años, con una gran corrosca que me protegía del sol.
Volví a la Corte llevando mi hoja de vida y, también, las fotografías. Cuando el doctor José María Esguerra Samper las vio, se emocionó y comenzó a identificar a las señoras, comenzando por su tía doña Saturia Samper. Luego preguntó por mí y le enseñé la niña con corrosca. –¿Y su papá en dónde está? –Él tomó las fotos. –¿Dónde puedo conseguirlas? –Son suyas, doctor.
El hecho de haber despertado las simpatías del Presidente con los recuerdos de Potosí, no era suficiente para que considerara mi solicitud. Pero, modestia aparte, mi currículo era excelente y cumplía con todos los requisitos de la recién promulgada Ley de Bibliotecología. Aunque mi título universitario no es en Bibliotecología sino en Filosofía y Letras, ya había trabajado más de tres años en bibliotecas oficiales, como Jefe de las bibliotecas públicas de Colcultura y como Subdirectora de la Biblioteca Nacional.
Todos los nombramientos de la Corte Suprema de Justicia debían ser aprobados por la Sala Plena. El doctor Esguerra y el doctor Gnecco planearon mi campaña electoral: cada uno hablaría con los Magistrados más amigos. El doctor Esguerra me contó con su fino humor, que había preguntado a sus colegas si querían ver una foto en la que estábamos los dos; ellos aceptaban suponiendo que sería reciente, tomada en algún evento social o académico y sentían curiosidad por conocer el aspecto de la aspirante a Bibliotecaria. Pero yo tapo la fecha con el dedo –me decía– porque la perjudica.
En la Sala Plena fui elegida por una votación de veintitrés contra uno. Los Magistrados Esguerra y Gnecco se preguntaban quién sería el que votó en contra. “Debió ser Gustavo Gómez Velásquez –dijo el doctor Gnecco– porque siempre me lleva la contraria”. Pero no lo he creído, porque él siempre fue muy deferente conmigo.
En 1984, el doctor José María Esguerra Samper se retiró de la Corte Suprema de Justicia. El doctor José Eduardo Gnecco Correa fue una de las víctimas del Holocausto, porque ese era su destino. Había salido del Palacio para dictar su cátedra de Derecho Laboral en la Universidad de El Rosario, pero se devolvió porque había olvidado el Código. La secretaria de un Magistrado vecino a su Despacho se sorprendió al verlo de regreso y le preguntó el motivo. “Y usted para qué quiere el Código –bromeó ella– si se lo sabe de memoria?”
En su despacho lo estaba esperando un vendedor de libros, quien lo entretuvo unos pocos minutos, pero fueron los suficientes para que entrara el M-19.

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