viernes, 19 de abril de 2013

VIDA COTIDIANA EN SUAITA

Mamá había contratado una cocinera que no le permitía entrar a la cocina. Cuando se presentaba para darle instrucciones, la mujer echaba a la estufa leña verde y producía una gran humareda. Un buen día, no alcanzó a producir la humareda y mamá descubrió escondida detrás de la puerta a una niña de unos doce años, sucia y llena de piojos. La cocinera la escondía por miedo a perder el empleo. La niña se llamaba Bibiana. Mamá se hizo cargo de ella: la hizo bañar y despiojar, le dio ropa nueva y la nombró mi niñera. Estuvo con nosotros por unos ocho años. Era muy bonita, de ojos verdes. La recuerdo lavándose la larga cabellera negra en la alberca del lavadero, con jabón de tierra y cantando "no se por qué dices que estaba celosa...".

Desde los primeros meses se manifestó mi temperamento de capricorniana, decidida y terca. Me tomaba el tetero con determinado chupo y no aceptaba otro diferente. Por consiguiente, ya estaba gastado: se había roto y le habían hecho las suturas necesarias. Un domingo, día de mercado, ejerciendo su autoridad, papá botó el chupo a la mitad de la plaza, en donde se confundió con los costales y los productos del mercado. esa actitud paterna me hizo entrar en huelga de hambre. En todo el día no tomé tetero.

Supongo que lloré y grité lo suficiente para que papá se desesperara y, al anochecer, cuando ya se habían ido los campesinos y la plaza estaba sola y llena de basura, el doctor Arrieta, médico apreciado y liberal muy respetado en el pueblo, salió a escarbar entre los rastrojos hasta que rescató el chupo, le hizo nuevas suturas y lo sometió a múltiples hervores. Entonces, disfruté mi tetero y dormí toda la noche como un angelito.

Papá había ganado en Suaita fama de excelente médico. En ese tiempo no existían las ayudas técnicas ni los antibióticos  Sus únicos recursos eran el ojo clínico y la droga blanca, que él mismo mezclaba y componía en su botica. Las operaciones quirúrgicas se realizaban sobre la mesa del comedor familiar del paciente, y el éxito se debía al diagnóstico preciso, a la actuación oportuna y al cuidado post-operatorio supervisado con afecto.

A cualquier hora que fuera requerido, montaba un caballo y por caminos de herradura llegaba al lugar en donde una madre estaba dando a luz o un hombre se desangraba por causa de un balazo.

En 1930 cayó la hegemonía conservadora. Después de cuatro décadas de ejercer el poder, el conservatismo se dividió entre el poeta Guillermo Valencia y el general Alfredo Vásquez Cobo. Ganó las elecciones el político liberal boyacense Enrique Olaya Herrera, nacido en Guateque.

El Congreso de la República se renovó. Entre los nuevos representantes a la Cámara figuraba el Dr. Julio Arrieta Andrade, como representante liberal por Santander, no obstante su origen costeño. Este triunfo democrático incrementó la envidia de Tejeiro y sus secuaces, lo que preocupó mucho a mis padres, quienes temieron una venganza fatal.

Se hicieron los preparativos para el regreso a Bogotá. Papá alquiló caballos y contrató los hombres necesarios para arriar las mulas con el trasteo. Bibiana y otra muchacha se turnarían para llevarme en brazos, a pie, porque no sabían ni querían cabalgar.

La primera jornada era de Suaita a Güepsa por un camino de herradura, tal vez uno de los abiertos por Von Lengerke, el alemán que trajo a muchos de sus coterráneos para construir caminos y puentes en Santander y, entre ellos, a Pablo Dreyer para el camino del Carare.

La región montañosa ofrecía muchas dificultades a los viajeros. La tensión y el miedo estaban presentes. A veces, al salir de una curva, se veían destellos que bien podrían ser reflejos del sol en las armas de Tejeiro y sus secuaces. Los  hombres contratados por papá, también iban armados.

Al llegar a Güepsa vieron con preocupación que las muchachas no aparecían conmigo. Temieron que me hubieran secuestrado para obligar a papá a devolverse y tenderle una emboscada para asesinarlo. No había alternativa, pero mamá se opuso a que regresara. Sin embargo, el Señor de los Milagros no podía abandonar a su fiel devota en esa crítica situación y se presentó un salvador: era un vendedor de máquinas de coser Singer, a quien le habían comprado una máquina de manivela, que fue la primera que tuvo mamá. El muchacho se ofreció a buscarme porque podía pasar inadvertido. Había comenzado a llover y ya era de noche.

Partió protegiéndose de la lluvia con un encauchado negro. Las horas pasaban lentamente. Con las primeras luces del amanecer lo vieron llegar, aparentemente solo. Mis padres corrieron a su encuentro. El muchacho, con mucho cuidado, levantó la punta del encauchado y allí estaba yo, plácidamente dormida. No había estado en poder de Tejeiro, ni mucho menos. Cuando había comenzado a llover, las muchachas buscaron refugio en una tiendo del camino. Se tomaron unos guarapos y, como iban cansadas, se durmieron en el suelo de la trastienda, conmigo entre las dos. El representante de la Singer me tomó en sus brazos, sin despertar a ninguna.

martes, 16 de abril de 2013

TRASLADO A SUAITA SANTANDER

En 1929 la instalación en Bogotá no era fácil para un médico joven, forastero y para colmo costeño, porque los costeños siempre ha sido mirados con reserva por los cachacos (Bogotanos). Por otra parte, la medicina se ejercía en forma privada y la consulta estaba acaparada por unos pocos médicos eminentes que tenían su clientela asegurada. No existía la medicina social. Había unos pocos hospitales de caridad, como el San Juan de Dios y La Samaritana. Alguien le aconsejó a papá que se estableciera en Suaita (Santander), porque allí no había médico ni botica.

Él aceptó el consejo sin imaginarse que a cambio de médico existía un tegua, gamonal conservador que la haría la vida imposible como médico y como liberal. Era un individuo apellidado Tejiro. Papá era liberal por tradición y por convicción. La prolongada hegemonía conservadora que había dado lugar a la insurrección liberal en el lapso conocido como la guerra de los mil días, había llevado a San Juan Nepomuceno la persecución y la violencia por parte de los conservadores. Mi abuelo, por liberal y por terrateniente, había sido perseguido tenazmente y había tenido que esconderse en el monte. Cuando nació papá, el 11 de agosto de 1898, el abuelo era un fugitivo y sólo pudo conocer a su primogénito cuando tenía cuatro meses. A los dos años entraron nuevamente los conservadores y por robarse la hamaca en que dormía el bebé, cortaron las cuerdas y lo tiraron al piso.

La historia de Colombia ha sido siempre violenta. Cuando mis padres se establecieron en Suaita, la pugna entre liberales y conservadores seguía viva y eran frecuentes los tiroteos entre los dos bandos.

Casi todos los pacientes que llegaban al consultorio, eran heridos de bala. Alberto, de tres años, ya lo sabía. Cuando entraba algún hombre le recomendaba a papá que le guardara la bala, y ya tenía una buena colección.

Habían alquilado una casa de dos pisos en el marco de la plaza. Mamá solía salir al balcón a tomar aire fresco, pero tenía que entrarse cuando pasaba la mujer de Tejeiro con sus amigas, riéndose y diciendo en voz alta "hoy si bajan a Arrieta".

Por esa angustia permanente, mamá perdió un niño. Al poco tiempo quedó esperándome y por eso decía que lo único bueno de Suaita, había sido yo.

Tejeiro y su mujer no tenían hijos. Tenían unos perros muy antipáticos que cuando le ladraban al bobo del pueblo, este reviraba blandiendo su palo hacia Tejeiro y gritándole: "Enduque su jamilia".

Sin embargo, tiempo despúes la mujer de Tejeiro quedó embarazada. El parto se presentaba muy dificil y Tejeiro, haciendo de tripas corazón, tuvo que llamar a papá. El niño nació bien, aunque no por eso Tejeiro dejó de ser su enemigo político. Pero la mujer no volvió a amenazar a mamá.

El 31 de diciembre de 1929 es una fecha memorable para Suaita. No porque yo hubiera nacido allí ese día  sino porque llegó el primer automóvil y la gente entusiasmada pagaba para que le dieran una vuelta a la plaza. Alberto era muy inteligente y no hubiera creido el cuento de la cigüena. Mis padres le dijeron que yo había llegado en el carro entre una canastica, lo cual le pareció creible.

En la escuela vecina habían estado ensayando la sesión solemne y cantaban repetidamente el Himno Nacional, cyua letra se estaba aprendiendo Alberto. En las vitrolas se escuchaban los tango de moda, sobre todo aquel que dice "y todo a media luz". Mi nombre estaba en discución entre Gloria o María Luz. Este último por la escritora española María Luz Morales, directora de la Colección Araluce, que publicaba en lindas ediciones infantiles las obras importantes de la literatura universal. Cuando le preguntaban a mi hermanito qué nombre le pondrían a la niña, respondía: "Gloria Inmarcesible" o "A media luz los dos".

Para mi bautizo viajaron a Suaita mi tía Tita y su esposo Manuel Ortiz, quienes fueron mis padrinos. Llegaron con sus hijos Humberto de doce años, Lucy de diez y Alicia de tres. Esta pequeña diferencia de edades con Alicia, nos distanció un poco en la infancia, no fue obstáculo para que en la juventud y en la edad madura nos quisiéramos como hermanas. Me llevaron de regalo un pesebre que nos acompañó por muchos años y del cual aún conservo el Niño Dios de porcelana, en mi alcoba.

Papá y mamá hicieron varias amistades, que siempre recordaron con afecto. Entre ellas estaba la familia Rueda, que poseía una hacienda. Eran liberales. Mal podría papá ser amigo de conservadores. Manuel Ortiz era conservador, pero lo aceptaba por ser su concuñado.

En medio de la violencia política en Santander, los conservadores asaltaron la hacienda de los Rueda. Mataron al esposo de Chavita y a un hermano de ella. Chavita huyó con su bebé en los brazos y su hija Elvirita de la mano. Corrieron, por los potreros, seguidos de cerca por los asaltantes. En un momento providencial cayeron a una hondonada y la maleza los cubrió. Así se salvaron.

Más tarde, a mediados de los años cincuenta, papá y mamá vivían en su casa de San Luis, con la tranquilidad que da el deber cumplido y la alegría de ver crecer a los nietos. Entonces, se volvieron a encontrar con Chavita de Rueda y su hija Elvira, que vivían en una casa vecina. Elvira estaba casada y tenía ocho hijos. Papá volvió a ser su médico de familia y consideraba mucho a Chavita porque ella era la que madrugaba a sacar a los nietos al bus del colegio.

Otra de sus amistades fue con el Maestro Luis Alberto Acuña Tapias, natural de Suaita, famoso pintor y lingüista. Fue el iniciador del estilo indigenista, que papá designaba burlonamente "el de los monos patones" porque se alejaba de la figura clásica y acentuaba las formas anatómicas.

Su esposa era doña Aurora Cañas de Acuña Tapias, española. Además de amigo, papá fue su médico de familia. En una ocasión, Aurora estuvo delirando por la fiebre y reía y lloraba histéricamente diciendo "¡Yo, de España a Suaita!".

En Villa de Leyva existe el museo de su nombre, en donde se encuentran muchos de sus cuadros y sus libros de lingüística  En el auditorio de la Academia de la Lengua Española en Bogotá, hay un hermoso mural que representa la literatura en lengua castellana. Allí están don Quijote y Sancho Panza, el Cid Campeador, Efraín y María, la Celestina con Calixto y Melibea, y otros personajes más. Cuando yo dictaba la clase de español en la Universidad Jorge Tadeo Lozano uno de mis alumnos, que resultó ser sobrino del Maestro Acuña, cuestionó una de mis afirmaciones con respecto a la etimología de cierta palabra y prometió consultar con su tío. Al salir de clase me fui directamente al Instituto Caro y Cuervo, que entonces funcionaba en la biblioteca Nacional, y le pregunté a mi amigo y antiguo profesor Luis Flórez. Él le dio la razón a mi alumno. Fui a la clase siguiente decidida a rectificar, pero el muchacho se me anticipó diciendo que el Maestro Acuña había estado de acuerdo conmigo. Decidí no entrar en polémica.

Mamá nos contaba que solía visitar a unas señoras muy amables, quienes le cedían la mejor silla de la sala. Un día le contaron que esa era la silla preferida de su hermana cuando iba de visita, porque estaba recluida en Contratación. Este era un leprocomio muy conocido en Santander. Desapareció cuando el Gobierno lo bombardeó junto con el de Caño de Loro en una isla cercana a Cartagena, al estudiar mejor la lepra y descubrir que no era tan contagiosa como se suponía. Sobre decir que mamá no volvió a visitar esa casa.

Una vez llegó a Suaita un famoso ajedrecista y pidió que le buscaran un contendiente de su talla. Mamá jugaba muy bien y le propusieron que jugara con ella. No le gustó la idea de jugar con una mujer, pero aceptó porque nadie más se le quiso medir. Se organizó la partida, asistieron muchas personas y mamá le hizo "jaque pastor".


SE DEFINE EL FUTURO DE MAMÁ

De Bogotá a San Juan Nepomuceno:

Los progresos de mamá en la Escuela de Bellas Artes, le valieron una beca para España. No la aceptó porque había aparecido en su vida un guapo estudiante de medicina, costeño, perteneciente a una familia de ganaderos que tenía haciendas en San Juan Nepomuceno en el departamento de Bolívar. Como estudiante rico, tenía su apartamento en el Pasaje Hernández, que aún existe entre las calles 12 y 13, en la carrera 8a. Había venido a Bogotá a estudiar el bachillerato en el Colegio del Rosario. Luego ingresó a la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional. Su nombre era Julio Arrieta Andrade, hijo de Manuel Arrieta Barrios y Bethsabé Andrade.

También vinieron de San Juan, a estudiar Derecho, Marceliano Rodriguez Pareja, con quien sostuvo una amistad de toda la vida, y Nelson Osorio. Este último era mal estudiante, parrandero y mujeriego. Para no quedar tan mal en el pueblo, regó el chisme de que Julio también había perdido el curso por malas calificaciones. Él, por orgullo, no quiso enviarle a su papá las excelentes calificaciones que había obtenido y don Manuel le cortó los recursos. Pero como él estaba empeñado en ser médico, consiguió con un doctor Angulo el puesto de practicante en la Escuela Militar, situada en la calle 26, en donde hoy está el hotel Tequendama. Le daban habitación, alimentación y sueldo. Así pudo continuar sus estudios. Su tesis de grado se tituló "La higiene en la Escuela Militar".

Desde su época de estudiante fue muy aficionado a la fotografía. Tenía una máquina Kodak de fuelle y él mismo revelaba los negativos en un cuarto oscuro. Por eso poseemos una serie de fotografías que constituyen el testimonio gráfico de lo que estoy contando.

Ya para entonces, su noviazgo con mamá era un compromiso formal y decidieron casarse antes del grado, porque el matrimonio de un estudiante no requería una celebración tan importante y costosa como sí la requeriría el matrimonio de un médico. La boda se celebró el 6 de junio de 1925 en la iglesia de Las Nieves. La ofició el presbítero Ramón Fandiño Ortiz primo de mis primos Ortiz Jiménez. Siempre estuvo muy vinculado a nuestra familia. Tanto, que bautizó a mi hija Rosa Luz y celebró su matrimonio con Arturo Pulecio Ortiz, hijo de Lucy.

Meses después  papá y mamá viajaron a San Juan Nepomuceno para presentarle a mi abuelo el diploma de médico y para que naciera allí Alberto, el primogénito.

La familia Arrieta acogió a mamá con mucho cariño. Estaba conformada por Manuel y Bethsabé, mis abuelos, y por sus hijos Gertrudis, Luis (muy parecido físicamente a papá), Carmen, Fernanda y Manuel el menor, a quien llamaban familiarmente Mane, para diferenciarlo de su padre.

Vivían en una de las casas más grandes del pueblo, que hacía esquina. El solar daba a una calle por donde entraban los caballos. En un gran cuarto se guardaban los aperos y el ataúd en que sería enterrado mi abuelo, cuando le llegara al hora. Esta previsión se debía a que en el pueblo no los fabricaban y era necesario llevarlos de Cartagena. Cada vez que moría un conocido, él regalaba el ataúd y enviaba por otro a Cartagena.

En esa época no había acueducto ni luz eléctrica. El agua se recogía en el arroyo y distribuía en los hogares por el sistema de balde, burro y bobo.

Mane practicaba el espiritismo. Se decía que los espíritus lo tumbaban de la hamaca y perturbaban a la familia. Los misterios del espiritismo se encontraban en el "Libro de Juanito". En un acto de autoridad, mi abuelo botó el libro al pozo artesiano que había en el solar. Creo que ese fue el fin del espiritismo de Mane.

Él estaba casado con María Aicardi, y poco antes de que llegaran papá y mamá había nacido su primogénito Rafael. Mamá me contaba que para evitarle a María la mastitis, pues tenía mucha leche, le ponían perritos recién nacidos para que mamaran. Lo más espeluznante de esa crianza, era la cazadora doméstica, la culebra que limpiaba la casa de zancudos, ratas y lagartijas, cuando por la noche sentía el olor de la leche que se derramaba de los pechos de María, se acercaba a beberla.

Mi pobre mamá no podía soportar ese estilo de vida ni el calor abrumador. Derramaba baldes de agua en el piso de cemento del baño y se acostaba allí por largo rato. A veces iba a buscar el fresco en el sitio en donde estaba el filtro de piedra que goteaba sobre un moyo de barro; pero allí también iban a refrescarse unos sapos enormes, que la asustaban. Era muy devota del Señor de los Milagros y le rezaba la oración de los 33 días, devoción que heredamos sus hijas y nietas. Le pedía que la trajera de regreso a Bogotá, aunque fuera a una casita en La Peña, un barrio muy modesto, situado más arriba del barrio Egipto.

Cuando se aproximaba el nacimiento de Alberto, muchas comadronas fueron a ofrecer sus servicios. Papá las despachó diciendo que solamente necesitaba lavanderas. Él atendió el parto y cuidó de que a mamá no le sucediera lo mismo que a María Aicardi.

Papá ejercía la medicina casi gratuitamente. Si acaso, recibía gallinas, frutas o cualquier otro obsequio de sus pacientes. No había problema económico porque mi abuelo poseía grandes haciendas de ganado cebú. Contaba mamá que en los potreros se veía la gran mancha de ganado. Cuando había ventas, el ganado iba saliendo por varias horas y la mancha de ganado se veía igual.

Las principales haciendas de mi abuelo eran Mandinga y El Paraíso.

En 1965, Marceliano, mi esposo fue nombrado gerente del Banco de Bogotá en Cartagena, y nos fuimos a vivir a esa ciudad. Mi tío Luis nos hizo un paseo a San Juan, que ya tenía acueducto, luz eléctrica y una buena carretera. En un determinado lugar, Luis nos dijo: "Aquí empieza Mandinga". Seguimos recorriendo la ruta por varias horas y de pronto le dije a Luis: "No nos dijiste en dónde se acabó Mandinga", a lo cual me respondió: "Es que todavía estamos pasando por Mandinga".

Contaba papá que en una ocasión fue a ver a una niña que estaba muy enferma. El papá muy preocupado le preguntaba constantemente si la niña se salvaría o si iba a morir y cuándo. Ante el apremio del hombre, papá le reprochó su falta de paciencia y él se justificó diciendo que le estaban ofreciendo un barril de ron a muy buen precio y que quería saber si lo iba a necesitar para el velorio.

Iban pasando los meses. Alberto se crió muy consentido por toda la familia. Le hicieron un carrito de madera que mamá decoró al óleo con motivos muy bonitos. Lo halaba un morrocoy, que lentamente daba vueltas al patio. Un día regresó de su paseo en el carrito del morrocoy y muy excitado le dijo a mamá: "La gallina se desenchipó". Se trataba de la cazadora que estaba enrollada y al paso del carrito se había desenchipado.

Papá solía leer el periódico que llegaba con varios días de retraso, sentado en una mecedora. Mamá leía por sobre su hombro mientras le acariciaba el cabello. En un momento dado, ella se retiró para ver al niño y regresó a los pocos minutos para seguir en lo que estaba. Pero veía que él se iba escurriendo en la mecedora, con signos de incomodidad, hasta que se dio cuenta de que él no era papá sino el tío Luis, que tenía el cabello igual y también vestía camisa blanca.

Al cabo de dos años, el Señor de los Milagros oyó la oración de los 33 días que mamá rezaba continuamente y le hizo el milagro de regresar a Bogotá. El abuelo le ofreció a papá escriturarle unas tierras, para que se quedaran. Pero papá las rechazó con estas palabras: "Yo no necesito tierras, porque tengo mis vacas en la cabeza". Esta frase nos la repitió varias veces para enseñarnos que lo verdaderamente valioso que poseemos, son nuestros conocimientos porque los podemos llevar a todas partes y nadie nos los puede quitar.

El viaje de regreso por el río Magdalena no fue tan placentero como había sido el de bajada en el barco a vapor, con una brisa refrescante, las comodidades de un hotel y una orquesta que amenizaba las noches. Aunque fue en un vapor de la misma compañía  la navegación fue muy difícil por la sequía del río y las frecuentes varadas. El calor y los mosquitos desesperaban a los viajeros. Alberto sufrió de diarrea y los pañales se acumulaban. En esa ocasión, como en muchas otras en el futuro, a papá le valió más su condición de médico que el dinero que pudiera llevar. Cuando el buque se detenía, se acercaban los pobladores curiosos y así supieron que venía un médico a bordo. Las mujeres acudían con sus niños enfermos y papá los atendía sin cobrarles más honorarios que la lavada de los pañales, lo cual pagaban con gusto y los llevaban a las pocas horas bien blancos y planchados.