miércoles, 24 de abril de 2013

DE REGRESO A BOGOTÁ

Sin otro suceso importante  llegamos a Bogotá. Nos alojamos en la casa Tita y Manuel Ortiz. Una casa, con tanta historia, que aún me sueño con ella. Sigue en pie en la calle novena, entre las carreras sexta y séptima, frente al antiguo colegio de San Bartolomé. Es de cuatro pisos. En el primero hay un local, en el que funcionaba una botica. Al lado, la puerta que se abre a una escalera recta que conduce al segundo piso. Entonces era la zona social en la que había dos salas, el cuarto del piano y una habitación en la que vivía Benildita, la hermana soltera de Manuel. El "hall" estaba cubierto por bloques de vidrio que le daban luz y constituían el patio del tercer piso, en donde Manuel tenía una gran pajarera, con aves de muchas clases. A este patio que estaba cubierto por una marquesina, daban las alcobas, el baño y el comedor. Más al fondo, estaba la cocina y una escalera que llevaba a la azotea y al cuarto del servicio.

En la zona social no había más ventilación que la de las ventanas que daban a la calle, aunque permanecían cerradas para no deteriorar los lujosos muebles, casi siempre cubiertos por sabanas blancas. Era un ambiente fantasmagórico, en donde jugamos muchas veces a las escondidas Alberto, Alicia, Eduardito y yo, disfrutando la emoción del miedo a los fantasmas.

Tita y Manuel llevaban una vida social muy activa y eran frecuentes las fiestas, especialmente cuando Lucy estuvo en edad de merecer y le llovieron los pretendientes, porque fue muy linda y graciosa. Manuel era excelente pianista y buen compositor. Pero solamente tocaba el piano cuando a él se le antojaba y cuando no quería que lo molestaran con peticiones, se ponía un esparadrapo en un dedo.

Papá asistía a las sesiones de la Cámara, mientras mamá y Tita trataban de recuperar el tiempo de la larga separación. Iban a hacer las compras a la Calle Real, que se extendía por la carrera séptima, desde la Catedral hasta la Avenida Jiménez de Quesada. Generalmente, las compras consistían en telas y adornos, porque los víveres se compraban en las plazas de mercado, lugares atiborrados de "marchantes y revendedoras", a donde las amas de casa iban con sus peores prendas, su empleada del servicio doméstico y suficientes canastos para las provisiones de la semana y se compraban los pollos vivos. Era costumbre regatear los precios y cuidarse de disgustar a las revendedoras, expertas en insultos y groserías. Tenían la lengua tan venenosa, que cuentan las crónicas santafereñas que las personas enemistadas las contrataban para que fueran a insultar a sus enemigos.

Por ese tiempo comencé a sufrir de convulsiones, que causaron gran preocupación a mis padres, porque se desconocía su origen y eran muy fuertes. En algún momento, mamá me dejó al cuidado de Tita, mientras iba a hacer una compra a la Calle Real. Al frente de la casa habían abierto una zanja muy grande, porque se estaba ampliando el alcantarillado. Para salir hacia la Plaza de Bolívar y la Calle Real, había que darle la vuelta a la manzana. Cuando mamá acababa de salir, tuvo el pálpito de que me había dado otra convulsión. Regresó rápidamente y sin pensarlo dos veces saltó la zanja, pese a su pequeña estatura y a sus cortas piernas. Su corazón no la había engañado. Yo estaba sufriendo una de las peores convulsiones y la pobre Tita no sabia qué hacer conmigo. Gracias a Dios, las convulsiones no se volvieron a presentar desde el momento en que me salió la ultima muela de leche. Después se supo que las convulsiones eran producidas por la fiebre que me causaba la dentición.

Llegaron las vacaciones del Congreso. Olaya Herrera se fue para  Fusagasugá. Nosotros también nos fuimos a veranear a esa población.

Yo tenía dos años y de esa época tengo algunas imágenes sueltas, porque mi memoria es continua a partir de los tres. De Fusagasugá recuerdo la plaza con toldos blancos y a Bibiana que me llevaba alzada a comprar la carne. Yo tenía un canastico en donde el carnicero me echaba "la ñapa". Al llegar a la casa me la asaban sobre la estufa de carbón y era una delicia.

Otra imagen que tengo es bastante dramática. Estábamos al frente de la casa cuando pasó una recua, azuzada por los arrieros. En ese momento, Santiago Vanegas, un niño terrible, me quitó mi muñeco de caucho con figura de boy-scout y lo arrojó al paso de los caballos. Yo me lancé a salvarlo, pero papá me lo impidió tomándome fuertemente en sus brazos. Cuando pasaron los caballos, él mismo rescató a mi excursionista al que no le había pasado nada por ser de caucho y ni siquiera había perdido su sombrerito.

Aquí es necesario abrir un paréntesis para hablar de la familia Vanegas. La madre, Aura Maria Lasprilla, había sido amiga de mamá desde la infancia. Se casó con Rafael Vanegas, un militar muy apuesto. Tenían una casa muy grande, de dos pisos, en San Agustín. Ocupaba la esquina sur occidental de la calle 7a. con la carrera 8a. Hoy existe en ese lote un edificio del Ministerio de Defensa. Tuvieron cuatro hijos: Fanny y Cecilia, muy lindas; Rafael, de la edad de Alberto mi hermano y Santiago el menor a quien le decíamos Tití. La amistad fue de muchos años, aunque por épocas fue inevitable el alejamiento por causa de los viajes de unos y otros.

Cuando Aura María, enferma e inválida fue a vivir al barrio de San Luis, se reanudó la amistad estrechamente. Rafael Vanegas ya había muerto; Fanny se había liberado de un matrimonio desastroso y trabajaba en las relaciones públicas de la Feria Internacional. En el coctel de inauguración, al que asistí con Marceliano, la vi muy eficiente y elegante. Cecilia no se casó y trabajó mucho tiempo en el Banco de Bogotá. Rafael estaba dedicado a los negocios, manejando la fortuna familiar y Tití vivía en Estados Unidos.

Yo me encontraba frecuentemente con Cecilia y Rafael, en el sector del Palacio de Justicia. Un día le conté a Cecilia el incidente del muñeco. A los pocos días, Rafael fue a visitarme a la Biblioteca de la Corte Suprema de Justicia, para decirme que Tití vendría próximamente a Bogotá, que estaba recién divorciado y que me traería una muñeca de regalo. Pero nunca la recibí porque ocurrió la tragedia del Palacio de Justicia.

De las vacaciones en Fusagasuga, Alberto tenía un recuerdo muy especial de las tertulias con el Presidente y otros personajes de la política, a las cuales asistían también las familias. Después de haber sido saludado por él, Alberto decía que no se volvería a lavar la mano "porque estaba untada de Olaya Herrera".

Al término del veraneo volvimos a Bogotá, nuevamente a la casa de la calle novena. Nos dio tos ferina a mamá, Alberto y a mí. Mamá estuvo muy grave porque cuando les da a los adultos una enfermedad infantil, generalmente es fatal. Al malestar contribuía el encerramiento de esa casa y la poca ventilación. La salvación era salir de allí e ir a buscar aire puro al campo. Un parlamentario amigo le ofreció a papá una casa en Chapinero, pero no quiso comprarla aunque era muy barata, por estar en despoblado. Así que la tomó en arriendo. Contaba mamá que al llegar a esa casa, ya pudo respirar aliviada. Estaba rodeada por arboles y potreros. Había matas de curuba silvestres y cuando Bibiana me sacaba a pasear, me hacía marranitos con las curubas verdes y les ponía paticas con palillos partidos. Papá debía caminar un buen trecho por los potreros hasta la carrera trece, para tomar el tranvía que lo conducía al Capitolio. Esa casa existe hoy y su dirección es calle 51 No. 16 - 80.

De esa casa nos fuimos a vivir a La Candelaria. Según recuerdo, quedaba por la carrera cuarta, entre calles 13 y 14, en una calle tapada, que recordamos como "el callejón". En vano he tratado de encontrarla, porque debieron abrirla. En una tienda vecina comprábamos caramelos a cinco reales, es decir, a dos por un centavo. Conocimos los polares que vendían en carritos refrigerados, como las paletas de hoy.

Cuando Bibiana probó el primero, lo encontró tan frío que lo puso sobre la estufa. Cuando regresó por él y solamente encontró el palito, le armó una furrusca a la cocinera por robárselo.

Alberto entró al Instituto de La Salle, que quedaba cerca. Cuando llovía, el hermano Gastón lo llevaba a la casa bajo su paraguas.

Mamá siempre me llevaba con ella cuando salía. Íbamos muy elegantes, tanto ella como yo, porque así era la moda: sombrero, sobretodo, guantes y cartera. Hacíamos las compras en la Calle Real, comíamos milhojas con Kumis en donde Paulina Gracia, visitábamos a Tita y a sus amigas las Rubio, las Rizo, a los Vanegas, a su hermano Manuel, a Elvira y a Eduardito. Las Pérez nos visitaban con frecuencia. Me entretenían con la baraja española y me enseñaron a jugar burro, caída rapada y tute.

Con frecuencia nos encontrábamos en la Calle Real con "la loca Margarita", que ha sido muy famosa en las crónicas bogotanas. Siempre vestía de rojo con un gorrito del mismo color y usaba anillos en todos los dedos. Gritaba su lema "¡viva el partido liberal y abajo los godos!" Se ponía furiosa cuando alguien vivaba a los godos, por llevarle la contraria. Se decía que ella pertenecía a una familia distinguida y que había perdido la razón cuando en medio de tanta violencia política, su esposo había sido asesinado.

También veíamos al "bobo del tranvía", con su uniforme de soldadito de plomo persiguiendo los tranvías, tanto los abiertos como los cerrado que se llamaban "nemesias", porque los había traído don Nemesio Camacho, personaje prestante y adinerado, dueño de la hacienda en donde se construyó posteriormente el estado de El Campín. Años más tarde, siendo presidente Eduardo Santos, se trajeron otros tranvías cerrados, más modernos, a los que se les pintó el techo de plateado y se llamaron " las lorencitas", por la esposa del presidente, doña Lorencita Villegas, dama muy elegante que lucía el cabello platinado.

El conde de Cuchicute se paseaba por la Calle Real con su traje azul oscuro, capa española y cubilete.

Fue una temporada tranquila y muy agradable. Tuvimos el primer radio y nos divertían las propagandas, en especial la del chocolate Corona. La pasaban por la tarde, justo a la hora de las onces y ese era el llamado para tomarnos el chocolate con pandeyucas, almojábanas y queso.

Otra de las novedades era el cine. Íbamos a ver las películas de Laurel y Hardy, ( el gordo y el flaco), las de Shirley Temple, las de Diana Durbin, las de Micky Rooney y las de Tarzán con Jhony Weismuller, naturalmente en blanco y negro.

Los domingos, después de la Misa en alguna de las iglesias del centro, íbamos al parque de La Independencia para oír la retreta, ejecutada por bandas que interpretaban generalmente pasillos, bambucos, valses y trozos de zarzuela, constituyendo así un verdadero espectáculo cívico y cultural. Luego , nos llevaban al carrusel que era el único en ese tiempo y que durante muchos años proporcionó alegría a los niños bogotanos. Pero esa vida apacible y grata no podía durar mucho tiempo.