sábado, 10 de agosto de 2013

Los cómplices crecen y se hacen profesionales

Después del kínder, los niños entraron al colegio grande. Escogimos el Antonio Nariño, regentado por los Hermanos Corazonistas, españoles.


                              
Desde el principio se sintieron contentos y fueron buenos estudiantes. El bus los recogía por la mañana, los traía a almorzar y nuevamente los recogía y traía  por la tarde.
Yo aprendí que no debemos amenazar a los niños con castigos que no vamos a cumplir. En las mañanas, yo los apuraba para que se bañaran y desayunaran pronto y les prometía castigos si los dejaba el bus.
Una mañana, como de costumbre, salí con las niñas a dar un paseo. María Teresa estaba recién nacida y la llevaba en el cochecito; Rosita y Ángela se sujetaban de los lados. La meta era ir a una casa cercana en donde fabricaban el ponqué Ramo. Lo vendían en el garaje y allí tomábamos las medias nueves. Una mañana al ir para allá, vi que de pronto, detrás de la barda de un antejardín, se asomaba la cabeza de Carlos. Al verse descubiertos, se acercaron resignados. Los regañé y en castigo, no fueron a comer ponqué Ramo. ¡Quién sabe cuántas veces los habrá dejado el bus y ellos habrían vagado hasta la hora del almuerzo, para llegar a la casa!
Otro día, regresaron muy temprano y me dijeron que les habían dado el día libre, porque llegaba el Hermano Superior de España. Cuando fui a pagar la pensión, pregunté por el Hermano Superior. El secretario se mostró extrañado y a mi pregunta, respondió que no había venido. ¡Como siempre, hermanos y cómplices!






                                           
Juntos hicieron la Primera Comunión y se graduaron de bachilleres el mismo día. En adelante, cada uno seguiría la vocación que había manifestado desde la temprana infancia: Fernando entraría a la Facultad de Medicina y Carlos, a la de Ingeniería.
Se graduaron casi simultáneamente. En la fotografía los vemos ya dispuestos a asumir sus nuevas responsabilidades.


                              


Fernando iría a Tres Esquinas como médico de la base aérea. Esta fue establecida a orillas del río Orteguaza, muy cerca al sitio en donde estuvo el Hospital de Potosí que papá dirigió durante el conflicto con el Perú. La base aérea ha sido necesaria no solamente para salvaguardar la soberanía




                            
nacional, sino para combatir los grupos guerrilleros que operan en las zonas selváticas. Fernando tuvo que ir muchas veces en avión, a recoger heridos y a certificar la muerte de las víctimas.
Carlos iría al río Magdalena a desempeñar su primer cargo como ingeniero de Hidroestudios, firma a la que se vinculó cuando era estudiante. Al mando del buque explorador del Ministerio de Obras Públicas, efectuaba las mediciones del cauce del río Magdalena en todo su recorrido, para programar y ejecutar el dragado. Muchas veces, desde la borda, vio bajar cadáveres cubiertos de chulos. Las autoridades de algún puerto, se encargarían de rescatarlos e identificarlos, si acaso los pájaros carroñeros hubieran dejado algún indicio.




                                 
Al dejar de ser estudiantes en Bogotá, mis hijos se enfrentaron directamente a la cruel  violencia que ha sufrido nuestro país, durante casi toda su historia.
Fernando acaba de cumplir 60 años; Carlos los cumplirá muy pronto. Siguen siendo muy unidos, no solo entre sí, sino con toda nuestra gran familia. Los dos están felizmente casados. Fernando y Patricia son padres de Paty y Rafael. Carlos y Ángela tienen tres hijos: Carlos Francisco, Daniel y Andrés Felipe. Son los orgullosos abuelos de Sebastián, mi primer bisnieto.










Estas reminiscencias familiares que he compartido con ustedes, abarcan un siglo de nuestra historia patria, desde mi abuela Irene hasta mi bisnieto Sebastián. Tres hechos históricos marcaron tres importantes etapas de mi vida:





















- En la primera infancia, el conflicto con el Perú (1934-1935); en la juventud el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán (1948) y en la madurez, el asalto al Palacio de Justicia (1985).
Doy gracias a Dios porque me permitió sobrevivir al holocausto del Palacio de Justicia y me ha regalado hasta hoy, veintiocho años más de vida, durante los cuales he visto crecer y progresar a mi familia, he conocido a mis nietos y a mi bisnieto.

Esta es la petit histoire, como dicen los franceses, que corre paralela con la vida de un país, que aporta elementos sociales y culturales muy valiosos, que a veces los grandes historiadores no toman en cuenta.

Un nuevo bisnieto alegra nuestra familia: Es Miguel, el hijo de mi nieto Arturo.
La nueva generación, está internacionalizando a la familia: Sebastián es colombo-belga y Miguel es colombo-estadinense.
Bogotá 2015.

miércoles, 24 de julio de 2013

Los cómplices entran al kinder



Todavía guardo muy gratos recuerdos del kinder del Instituto Pedagógico, así que no lo pensamos dos veces cuando fue el momento de llevar los niños. Todo estaba como veinte años atrás: la casita en la esquina de la Avenida de Chile, dentro de la manzana que ocupa hoy la universidad Pedagógica. Pero entonces aún había muchos árboles y prados, y seguía en su sitio la gran arenera.

No hubo problema para matricular a Fernando, pues ya pronto iba a cumplir los cinco años, pero a Carlos no quisieron recibirlo, por su corta edad. Se nos volvió a presentar el dilema: Fernando no quería ir solo, y Carlos no quería quedarse. Pero, afortunadamente, una de mis cuñadas era amiga de la novia del viceministro de educación, o tal vez, si no recuerdo mal, era la prima del subsecretario. Lo cierto es que mi cuñada consiguió una carta ministerial para la directora del Kinder, en la cual se le solicitaba muy comedidamente, se sirviera matricular al niño Carlos Noguera Arrieta.

El primer día de clases se presentaron muy tranquilos, porque estaban juntos. Pero cuando vieron que los otros niños lloraban, lloraron también porque temieron que algo malo fuera a pasar. Cuando los llevaron a la arenera, todos estuvieron muy contentos.
Fernando y Carlos tenían sobre sus compañeritos la ventaja de que ya sabían leer y escribir, gracias Marujita de Rivas. Sin embargo, igualmente, aprovecharon las actividades lúdicas que había implantado la pedagoga alemana Georgina Fletcher, para desarrollar las aptitudes intelectuales y sociales de los niños.

Siguiendo las pautas de la doctora Fletcher, la directora organizó un paseo al bosque popular para que los niños disfrutaran de la naturaleza. Estaba situado al noroccidente de Bogotá en un gran espacio lleno de árboles y vegetación nativa. Hoy no existe, porque lo arrasó la fiebre de la construcción, lo mismo que pasó con el gran Lago Gaitán. A los alcaldes del siglo XX no les pasó por la imaginación que Bogotá necesitaría pulmones cuando se convirtiera en la gran metrópolis del siglo XXI víctima de la contaminación.
Fernando y Carlos no quisieron ir al paseo, se quedaron en la casa contentos, jugando y leyendo cuentos. Cuando les pregunté por qué no habían querido ir al Bosque Popular, me respondieron al unísono:
-Porque nos da miedo el lobo.

sábado, 20 de julio de 2013

HERMANOS Y CÓMPLICES


Fernando fue el niño más deseado y esperado que se pueda imaginar, por ser el primer nieto de las dos familias: Noguera y Arrieta. A los catorce meses tuvo que compartir sus privilegios con Carlos.
Los pocos meses de diferencia, no afectaron en nada su relación fraternal. En cuento Carlos se soltó a caminar se hicieron cómplices, pero no para hacer travesuras, sino para investigar, pues muy pronto comprenderían que la investigación es la base del conocimiento.

Frecuentaban la casa de sus abuelitos; Papá distribuía su tiempo entre los nietos y la consulta particular, tenía su consultorio en la propia casa, como muchos médicos y odontólogos de esa época. Fernando apreciaba el respeto y gratitud con que lo trataban los pacientes.

- Papayata, cuando usted esté viejito, yo le hago las visitas de noche.


Así manifestó tempranamente el llamado de la Medicina.  "Papayata" es contracción de papá Arrieta. En su media lengua lo llamó así, y así quedó para todos sus nietos, no solo mis hijos, sino también mis sobrinos, durante toda su vida y ahora en el recuerdo. Y a mamá, por extensión, "Mamayata".


Cuando Fernando iba a cumplir los cuatro años, Marujita de Rivas, que era una profesora particular, nos ofreció enseñarle a leer y escribir. Se ufanaba de haber sido la profesora de los hijos del expresidente Julio César Turbay Ayala.

Cuando llegó Marujita a comenzar la clase con Fernando, Carlos se hizo presente también. Ella pensó que por ser tan pequeño, iba a perturbar la lección. Pero lo aceptó porque él no quería irse, y Fernando no quería quedarse solo con una señora extraña.

Los niños se portaron bien, pero Marujita no consideró que Carlos es zurdo, y que esa condición no se puede cambiar. Creía que coger el lápiz con la mano izquierda era mala educación, y le aplicaba su reglazo en la mano abierta. Como consecuencia, Carlos tiene muy mala letra. Cuando terminó el curso, hicimos en la casa la sesión solemne. Asistieron los abuelitos y los tíos, portando cada quien sus premios para los niños. En la mitad de la sala, se colgó el tablero; todos estábamos expectantes, y comenzó el examen final.


Por ser Fernando el mayor, pasó primero. La profesora le dictó palabras sueltas y frases cortas, que escribió muy bien. Luego, vino el examen de matemáticas. Marujita les había enseñado los números hasta 100. Fernando escribió muy bien los números saltados que le dictaba, como 47, 38, 14, etc., y finalmente 100. El examen fue un éxito y Fernando recibió muchos aplausos.


Luego pasó Carlos, y también se lució. Cuando Marujita dictó el número final "cien", Carlos respondió con el acento paisa que tenía entonces:

- Pueshh ahora escribo "mil", y todos quedamos admirados. Fue su más temprana manifestación de su amor por las matemáticas y su vocación de ingeniero.

A Marujita le hizo gracia su acento, y le preguntó:

- ¿Porqué habla como paisa?

- ¿No ve que mi bisabuelo era alemán?

Risas y más risas. Pasamos una tarde muy agradable, tomamos unas deliciosas onces;  Marujita fue muy felicitada y recibió un lindo ramo de flores.

Fueron pasando las vacaciones y llegó la Navidad; el tío Jaime les regaló dos juguetes de pilas, que eran la novedad: un avión que prendía motores, encendía luces, se abría una puerta, se asomaba la azafata y daba vueltas una y otra vez. El otro era un buque que prendía motores, encendía luces y daba vueltas repitiendo el ciclo una y otra vez.

Los niños los miraban con mucha atención, y los grandes creíamos que estaban encantados, hasta que Carlos le dijo a Fernando:

- Bueno, vamos a desbaratarlos que a los vimos.

Una vez más, manifestó su vocación de ingeniero y, los cómplices se entregaron a la investigación que conduce al conocimiento,  sin que nadie osara oponerse; ni siquiera el tío Jaime.

martes, 25 de junio de 2013

UNA NUEVA PERSPECTIVA

Cuando llegó el momento de ejercer la profesión, consideré varias opciones. En el primer lugar estaba el Instituto Colombiano de Cultura (COLCULTURA), creado cuatro años antes, en 1968, mediante la Reforma Administrativa de Carlos Lleras Restrepo.

El director era el poeta Jorge Rojas, del movimiento de "Piedra y Cielo". Siendo estudiante había ido a entrevistarlo, con mi compañera Yanira Olaya. El Poeta nos recibió amablemente y nos obsequió algunos de sus libros, con dedicatorias estimulantes, deseándonos éxitos profesionales.

Para presentarme en su Despacho de COLCULTURA, decidí llevar alguno de esos libros, para que me recordara. Los libros habían estado guardados muchos años, desde el trasteo de un apartamento a una casa más grande. Cuando los saqué, descubrí con gran contrariedad, que estaban rayados con crayolas de varios colores. Deduje que los autores habían sido mis dos hijos mayores, cuando eran unos inocentes párvulos. Haciendo cuentas, las niñas no habían podido ser las autoras: la más grandecita tenía un año, y las otras tres no habían nacido. Era loable que hubieran tratado de desarrollar su talento artístico. Habían preferido los libros de poesía, porque tenían mayores espacios en blanco.

Había un libro rescatable. Borré lo mejor que pude las rayas de colores, y me fui con el libro a cumplir la cita con el poeta. Llevé además, unos ejemplares de la revista "Presencia", que contenían artículos míos.

Le expresé al Poeta mi deseo de trabajar en ese Instituto, pero lamentó que por el momento no tenía nada apropiado para ofrecerme. Me pidió que le dejara las revistas.

Pocos días después, me encontraba horneando pandeyucas con las niñas, cuando me llegó una llamada de Gonzalo Canal Ramírez. Fue grande la sorpresa. ¿Para qué querría llamarme un editor conocido, escritor importante y columnista de El Tiempo? Quería hablar conmigo, pronto.

Dejé los pandeyucas a la deriva y me dirigí a la editorial ANTARES. Cuando entré al despacho de Gonzalo Canal Ramírez, vi con sorpresa que sobre su escritorio, estaban mis revistas.

Me ofreció trabajo como investigadora y redactora para la Enciclopedia del Desarrollo Colombiano. Era un ambicioso proyecto cultural, para reivindicar al trabajador colombiano, autor del desarrollo del país. La enciclopedia estaba programada en forma monográfica, es decir un tomo para cada actividad productiva: la agronomía, la industria, las ciencias, las comunicaciones, la educación y todo el conjunto de actividades que promueven el desarrollo en el país. No quería héroes militares ni santos. Así quedé incorporada a un selecto equipo de trabajadores intelectuales.

En la casa, mis hijos me esperaban ansiosos por conocer el resultado de la entrevista. Las niñas me habían guardado pandeyucas: habían quedado aplastados y pegados unos a otros, pero me supieron a gloria. 

Comencé a trabajar al día siguiente. En esa misma semana, el Poeta fue a la editorial a visitar a Gonzalo. Pasó a saludarme a la oficina que compartía con José Chalarca y se alegró de verme ya instalada, desempeñando mi trabajo.

La Providencia se encarga de encadenar los hechos de la vida cotidiana, en un hilo conductor que nos lleva a alcanzar las metas, por el mejor camino.


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FIN DE REMINISCENCIAS FAMILIARES.

viernes, 14 de junio de 2013

LA PERFECTA CASADA


Mi vida de casada transcurrió tal como nos habían enseñado a las mujeres de mi generación, siguiendo los preceptos de Fray Luis de León: madres prolíficas, esposas sumisas y amas de casa hacendosas. 

En doce años tuve mis seis hijos: Fernando, Carlos, Rosita, Angela, Maria Teresa y Luisita. Así cumplí con el primer requisito de "la perfecta casada".

No volví a frecuentar a mis amigas, porque tenía que estar en la casa a las 5, hora en que se servía el té en las visitas. Como esposa sumisa, lo acepté. 

Tuvieron que pasar muchos años para que volviéramos a reunirnos. Ya para entonces, todas estábamos viudas y pensionadas. Esto me dio pie para escribir "Las viudas de los primos", con cuya lectura nos divertimos mucho.

La casa marchaba muy bien porque me ayudaban dos empleadas internas que cumplían a cabalidad con sus oficios. Siempre hubo dos, aunque con algunos relevos, de vez en cuando. Cuando por alguna desafortunada circunstancia faltaba alguna de ellas, yo asumía el trabajo, bien fuera en la cocina o en el planchado.

En ese tiempo no existía la jornada continua, porque no era necesaria: Bogotá era una ciudad pequeña, el tránsito era fluido y los empleados y los estudiantes almorzaban en la casa. Los muchachos se iban a pie al colegio Antonio Nariño, que quedaba a pocas cuadras. A las niñas las transportaba el bus del colegio Alvernia, haciendo cuatro viajes al día.

Por las tardes, cuando Marceliano se iba para el Banco y los niños para el colegio, me quedaba un tiempo precioso para leer. La Editorial Aguilar estaba publicando una colección de novelas de los mejores escritores españoles como Emilia Pardo Bazan, Armando Palacio Valdés, Benito Pérez Galdós, Juan Valera y otros. Eran libros muy finos, en papel cebolla, a dos columnas y empastados en cuero.

Los autores eran verdaderos cultores del idioma y conocedores de las emociones humanas y la idiosincrasia de los pueblos en donde se desarrollaban los hechos. Yo me devoraba esas novelas así como en la infancia me había devorado las de Emilio Salgari. 

Mamá me enseñó a coser y nos reuníamos para hacerles vestidos a las niñas. Yo les tejía suéteres a los muchachos, iguales pero de distinto color para cada uno. Crecían tan rápido, que cada vez se me iba más tiempo en tejer tan largas mangas. El día del estreno, los encontré jugando en el jardín con la perra: ella halaba los suéteres por un extremo y ellos, por el otro. Me dolió tanto, que no volví a tejerles nada. de ahí en adelante le encargaba los suéteres a Yokota, una japonesa que los tejía en máquina.

Todos eran muy responsables en el estudio. Yo siempre estaba presente por si acaso necesitaban ayuda. Pero nunca tuve que instarlos a cumplir con las tareas, ni regañarlos porque no las hacían.

Un día el padre José Gerer, párroco de El Divino Salvador, me invitó a tomar parte en la Acción Católica. No vi inconveniente alguno porque se trataba de una reunión semanal y terminaba antes de las cinco. Acepté con gusto porque significaba una actividad diferente a la doméstica.

El director era el padre Tulio Duque, hoy Monseñor. Nos daba unas charlas muy interesantes sobre el dogma, la ética y los valores humanos. Además de lo espiritual, teníamos actividades de carácter social, como reunir fondos para los pobres. Administrábamos un almacén de ropa usada que regalaban los feligreses, hacíamos bazares, chocolates santafereños, cocíamos ropa para regalarles a los niños pobres en navidad.

Al poco tiempo, las compañeras y el padre Tulio me nombraron secretaria. El ejercicio de escribir las actas, me animó mucho. Por intermedio de la Acción Católica me vinculé con María Carrizosa de Umaña, dueña de la Revista Presencia. Le entregué un articulo y lo publicó. ¡Verme publicada, qué maravilla!. Mi autoestima subió como la espuma y llegué a pensar que podría ser algo más que "La perfecta casada" de Fray Luis de León.




DESPÚES DEL "BOGOTAZO" LA VIDA CONTINUÓ

Cuando ocurrió "el bogotazo", detonante de estos acontecimientos, papá trabajaba en la Base Aérea de Madrid, en Cundinamarca y estuvo acuartelado. En la emergencia, se cerraron los comercios en Chapinero como previsión, ya que se habían salvado del pillaje y los incendios del centro. Los especuladores hicieron su agosto. En una tienda vecina vendían todo a $1,00 que entonces equivalía a un dolar: una libra de arroz, una panela, una libra de chocolate o de azúcar o de sal. El vecindario estaba indignado, pero a pesar de todo seguía comprando cada cosa a $1,00.

Se decía que iban a envenenar el agua del acueducto y fue preciso llenar todas las ollas. Por la falta de carne tocó matar una gallina que había criado Blanquita, porque se la habían regalado pollita en una fiesta infantil. Ella lloró mucho y, naturalmente, no la probó.

Un día vimos que un camión militar paraba en frente a la casa. Por entonces vivíamos en la calle 62 con carrera novena, arriba de la estación de bomberos, a media cuadra de la casa colonial de los Hauzeur y cerca a la iglesia de Lourdes. Nos sobresaltamos al ver que se bajó un oficial a quien rodeó inmediatamente un grupo de soldados, pero nos tranquilizamos al comprobar que el oficial era papá con uniforme, porque acostumbraba vestir de civil. Nos traía provisiones, cantinas de leche y alimentos preparados por el ranchero del cuartel. Hubo para dar y convidar a los Hauzaur y a otros vecinos.

El 8 de abril nos había llegado de visita América Torres, una joven barranquillera ahijada de mi tío Luis. Por la situación, no habíamos podido hacerle ninguna atención. Al volver a la normalidad, organizamos un paseo al Lago Gaitán para remar, con un nuevo grupo de amigos. Ya estábamos más grandes, pues éramos universitarios. Seguíamos reuniéndonos con los Rodríguez Hoffman, y Los Hauzeur, se nos unieron los Pineda, amigos de Alicia Ortiz, los Cristo, los Buenahora, un compañero de Alberto, Manuel Hernández, quien más tarde se casó con Carmenza Pineda y varios muchachos chapinerunos como Jorge Esguerra y Hernando Rosas.

El lago Gaitán con su Ciudad de Hierro fue un lugar de recreo muy importante, especialmente para los chapinerunos. Tiempo atrás, el capitán Camilo Daza, uno de los pioneros de la aviación civil, tenía allí su hangar y daba paseos sobre la ciudad en su avión particular para financiar su carrera como piloto. En aras del mal entendido progreso, fue desecado y urbanizado. Así se perdió un gran pulmón para la ciudad. Hoy es conocido como el centro de ventas de computadores, Unilago.

Como no perdíamos oportunidad para bailar, teníamos programado un bailecito en casa de las Cristo, para después del paseo. Como siempre, le pedimos a Álvaro Castillo que llevara a algunos de sus hermanos o primos. Esa tarde llevó por primera vez a su primo hermano Marceliano Noguera Dreyer. Simpatizamos en seguida y nos hicimos novios.

Durante el tiempo de nuestro noviazgo terminé la carrera y él entró a trabajar al Banco de Bogotá. En ese lapso seguimos disfrutando con nuestros amigos de paseos y reuniones bailables. Se nos unieron los hermanos solteros de Marceliano: Jaime, Rosa Paulina y Lucía.

Alberto y Hermann Rodríguez montaron una nueva obra de teatro, que se representó en la casa de Alicia Ortiz, en la calle 57, frente a la iglesia de El Divino Salvador. La obra se titulaba "La risa va por barrios", original de Serafín y Joaquín Álvarez Quintero. Los protagonistas eran Ligia Osuna y Alberto, quienes eran novios en la vida real y en la comedia. Los padres de la novia éramos Jaime Villate, el novio de Alicia en la vida real, y yo, en los papeles de Anguarino y Venturita, esposo sumiso y mujer dominante.

Rodrigo Barreneche, primo de Álvaro y de Marceliano, animó los intermedios pues era un gran cuenta-chistes y tocaba el acordeón de maravilla. Jaime Villate hizo tan bien su papel de marido infeliz, que hasta se echó tiza en los hombros para parecer casposo. Al poco tiempo se acabó su noviazgo con Alicia, sin motivo aparente. Llegué a pensar que Alicia se había desilusionado al verlo en ese papel.

Hermann siguió cultivando su afición por el teatro. Después de graduarse de médico y de especializarse en México en cirugía maxilofacial y de la mano, se estableció en Manizales en donde conformó un grupo de aficionados que llegó a ser importante en los festivales de esa ciudad.

Llegamos al final feliz de los cuentos de hadas. Marceliano y yo nos casamos el 22 de diciembre de 1951.

martes, 11 de junio de 2013

EL INICIO DE LA VIOLENCIA

Juan Roa Sierra asesinó al caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán, cuando salía de su oficina situada en la carrera séptima con avenida Jiménez de Quesada.

La muerte de Gaitán desencadenó una violenta protesta del pueblo, apoyada por un grupo de la policía. En Bogotá se desataron los incendios y el pillaje, mientras los francotiradores se tomaban el centro de la ciudad. A este acontecimiento se le llamó "el bogotazo".

Esa situación solamente se pudo controlar siete días más tarde. Los incendios acabaron con la Calle Real, con los tranvías, con edificios gubernamentales, entre ellos el Palacio de Justicia que quedaba en la calle 11 con carrera sexta y estaba presidido por la estatua de Jose Ignacio de Márquez, de sino trágico, porque cuando se construyó el nuevo Palacio de Justicia en el costado norte de la Plaza de Bolívar, también fue destruido por el incendio que siguió a la toma guerrillera del M-19, el 6 de noviembre de 1985.

La estatua de Jose Ignacio de Márquez que presidia el gran patio, desapareció por varios años. Luego fue a dar al museo nacional, ya decapitada.

La Junta Liberal emplazó al Presidente conservador Mariano Ospina Pérez a que renunciara, pero no lo hizo porque, según su célebre frase, "más vale un presidente muerto que un presidente fugitivo". A partir de entonces, se recrudeció la violencia con características inhumanas y los liberales fueron perseguidos por campos y ciudades por los conocidos "pajaros y chulavitas". 

La violencia desatada entonces, sólo pudo ser controlada por el golpe militar que el teniente coronel Gustavo Rojas Pinilla le asestó al presidente conservador Laureano Gómez, el 13 de junio de 1953. Rojas Pinilla logró pacificar gran parte del país, especialmente los Llanos Orientales, en donde había surgido la guerrilla liberal para defenderse de la violencia oficial. Trajo la televisión y le dio el voto a la mujer. Hizo algunas obras importantes, pero se fue convirtiendo en un dictador, que el pueblo no pudo soportar más. Lo que colmó la copa fue la matanza de los estudiantes que marchaban pacíficamente en protesta por el asesinato de su compañero Uriel Gutierrez, por la carrera séptima hacia el Capitolio Nacional, ocurrida el 8 de junio de 1954 a manos de las "fuerzas del orden", Al llegar a la calle 13 fueron reprimidos a bala por el ejército. Blanquita estaba soltera y trabajaba en una oficina en la calle 13 con la carrera octava. Vio cómo huían los estudiantes; cómo eran perseguidos por los soldados y cómo corrían los arroyos de sangre calle 13 abajo. La gente tuvo que permanecer en los edificios. Hacia las 8 de la noche, los jefes llevaron a Blanquita a la casa.

En 1957 se organizó un gran paro nacional que culminaría con el cierre bancario, anunciado para el 10 de mayo. Marceliano gerenciaba la sucursal de Teusaquillo del Banco de Bogotá. Se rumoreaba que la policía detendría a los gerentes para obligarlos a abrir las oficinas. Permanecíamos en alerta. En la madrugada del 10, Marceliano recibió la llamada de un compañero: "El enfermo se murió". Era la consigna. El dictador tuvo que abandonar el país. La gente salió a las calles a celebrar, haciendo la V de victoria. Yo tomé a Fernando y a Carlos de las manos y me fui con ellos a la carrera 13 a ver el desfile espontáneo de miles de manifestantes. Los carros pitaban. Camiones y zorras transportaban músicos y comparsas. Era un verdadero carnaval.

Todo esto fue posible por el gran carisma del líder liberal Alberto Lleras Camargo. Se estableció provisionalmente una Junta Militar de Gobierno, conformada por los generales Gabriel París, Rafael Navas Pardo, Luis Ordóñez, Rubén Piedrahita y Deogracias Fonseca, los llamados "quíntuples".

Alberto Lleras se reunió con Laureano Gómez en Sitges (España), el lugar de su destierro, y firmaron el "Pacto de Sitges", según el cual se creó el "Frente Nacional", que disponía la alternancia de los partidos liberal y conservador cada cuatro años. El primer presidente fue Alberto Lleras. Si bien el Frente Nacional fue una tabla de salvación en esos difíciles momentos, con el tiempo fue perjudicial porque produjo la pérdida de identidad de los partidos y se creó un limbo político que sirvió para que la oligarquía de ambos partidos se adueñara del país y diera motivo al surgimiento de la guerrilla comunista, comandada por Tiro Fijo y apoyada por Fidel Castro. Aunque pudo iniciarse con ideales políticos, tras frustrados acuerdos de paz se convirtió en el grupo terrorista que hoy repudia el mundo entero.

viernes, 7 de junio de 2013

EN LA JUVENTUD SE VA TOMANDO CONCIENCIA

En 1947 me gradué de bachiller en la tercera promoción del Colegio Alvernia. En esas vacaciones fuimos a San Juan Nepomuceno para conocer al abuelo y a toda la familia.

Por primera vez viajamos en avión. En Cartagena nos esperaba el tío Luis. Mamá, Blanquita y yo conocimos el mar en la playa de Marbella, que entonces era la zona turística. Alberto estaba en Santa Marta con Álvaro Castillo, haciendo prácticas de Ingeniería en la carretera de la cordialidad, pero después llegó a San Juan para la Navidad y el Año Nuevo. Me impresionó mucho la cantidad de negros en Cartagena por todas partes.

Nos alojamos en un hotel del centro, en una habitación grande. Blanquita no podía dormir por los ronquidos de papá y salió al corredor, a caminar. Cuando regresó, vi su silueta recortada en la puerta y me pareció altísima desde mi cama; para colmo, tenía el cabello alborotado por el rizado permanente que le habían hecho para el viaje; en la duermevela pensé que era una negra que entraba a robar y comencé a gritar tan fuerte como cuando vi que me caminaba un cien píes por mi vestido rojo, en Buga. Mamá me abrazó para calmarme, pero cuanto más me apretaba , más pensaba yo que la negra me estaba sujetando para hacerme daño, por haber dado aviso. Los huéspedes de las habitaciones vecinas golpeaban enojados las paredes. Papá encendió la luz, puso término al alboroto y a las cuatro de la madrugada salimos para San Juan.

El abuelo estaba muy fuerte y saludable a sus setenta años. Recorría sus haciendas a caballo y manejaba sus negocios. Había construido un depósito de agua lluvia, cubierto por una plancha de concreto que servía como terraza para hacer tertulias y jugar a las cartas o al dominó. En las épocas de sequía, abastecía a los vecinos en forma gratuita.

Eran muchos los primos. Con las que hice amistad fue con Rafaela, la hija mayor de tío Luis, quien después vino a estudiar al Alvernia, y con Lilia, hija de Mane, de quien heredó poderes esotéricos. Leía las cartas y las líneas de las manos. Pocos años después, se casó con Antonio Ávila, un odontólogo empírico, hijo de un amigo de papá. Toño había estado cortejandome, pero papá lo alejó aconsejándole que se estableciera en San Juan porque allá no le haría falta el diploma.

Toño y Lilia se vinieron a vivir a Bogotá por algún tiempo. A una de sus hijas le pusieron María Luz, mi única tocaya en toda la familia.

Después se establecieron en una hacienda, cerca a Villavicencio. Cuando Toño fue con un hermano suyo a conocer las tierras para comprarlas, se tomaron fotos el uno al otro porque estaba solos en la inmensa llanura. Al revelarlas, apareció misteriosamente la imagen de un llanero de sombrero alón, junto a cada uno de ellos. Ese fantasma siempre los protegió y no permitió que les robaran ni una res ni una gallina. Y cuando Lilia iba a Villavicencio, sola o con los niños, la gente veía que la acompañaba un campesino de sombrero alón, aunque para ella era invisible, y nadie se atrevía a molestarla.

Al regresar de las vacaciones en San Juan, me matriculé en la Facultad de Letras del Colegio Mayor de Cundinamarca. La iniciación de las clases se demoró porque estaban tramitando la utilización provisional de unos salones en el Instituto Colombo Británico, por la falta de una sede propia.

Entre tanto, llegó el 9 de abril de 1948, fecha trágica en la historia colombiana del siglo XX, lo cual demoró aún más la iniciación de las clases.


jueves, 6 de junio de 2013

SEGUIMOS CON REMINISCENCIAS FAMILIARES

Había pensado suspender estas crónicas, una vez cumplidas las etapas de la infancia. La idea era contarles a mis nietos cómo nos divertíamos los niños cuando no había televisión, ni internet, ni videojuegos y tantos dispositivos que los convierten en cibernautas y usan una terminología tan especializada que no me es posible seguir sus diálogos. Mis nietos son muy comprensivos y procuran explicarse y traducirme los nuevos conceptos. Pero es imposible, porque esos conceptos no existen en el español cervantino.

Las comunicaciones entre generaciones, son cada vez más difíciles. Los jóvenes se interesan más por la tecnología que por la historia patria. Y si las dos tendencias llegan a ser incompatibles, el mundo se volvería un caos. 

Mis dieciocho años coincidieron con el inicio de la violencia política, que después degeneró en la violencia que hoy padecemos por cuenta de la guerrilla, el narcotráfico y el terrorismo.

Los jóvenes no saben que pasó el nueve de abril, ni la persecución a los liberales por parte de los gobiernos conservadores, ni lo que fue la dictadura militar. Por eso no es extraño que los hijos de "La Capitana", María Eugenia Rojas de Moreno Díaz, hayan logrado entre el pueblo tan elevada votación, que uno llegó al Senado y el otro a la Alcaldía de Bogotá, y hoy se encuentran entre rejas.

Es deber de los abuelos, los maestros y los escritores contar los hechos de nuestra historia reciente, que no enseñan en los colegios. Los estudiantes en su mayoría saben que pasó el 20 de julio. ¿Pero acaso saben qué pasó el 9 de abril o el 6 de noviembre?. Lo que sí saben, es qué pasó el once de septiembre porque sucedió en los Estados Unidos y los medios de comunicación dieron a conocer el espantoso atentado contra las torres gemelas de la capital del mundo. Un suceso de resonancia mundial.

El asesinato de Jorge Eliecer Gaitán el 9 de abril de 1948, hizo reaccionar el pueblo violentamente contra las autoridades, apoyados por un grupo de la policía, con un saldo de miles de muertos, edificios incendiados, saqueos, tranvías destruidos y francotiradores que se tomaron el centro de la ciudad por varios días, conocido como "El Bogotazo" repercutió en muchas ciudades aunque con menor intensidad. Fue el inicio de la violencia política. Pero no llegó a ser noticia mundial, ni siquiera tuvo una gran difusión porque la prensa y la radio estaban controladas.

En cuanto al 6 de noviembre de 1985, el gobierno de Belisario Betancourt para evitar un segundo "Bogotazo", ordenó a su Ministra de Comunicaciones Noemí Sanin, que transmitiera por todos los canales de televisión, un partido de fútbol.

Habiendo sido el holocausto del Palacio de Justicia la mayor tragedia ocurrida en Colombia y en el mundo en la historia judicial, no dejó de ser una noticia local.

Por eso seguiré contando en forma coloquial los recuerdos que guardo de la historia contemporánea de mi país.

martes, 21 de mayo de 2013

ETAPA FINAL DE LA INFANCIA

Cumplida la misión médica de papá en el Batallón Palacé de Buga, lo trasladaron a Bogotá. Aquí cumplió su misión en el Cantón Norte y en la Base Aérea de Madrid, hasta cumplir su tiempo de jubilación y disfrutar de su tiempo libre en uso de buen retiro, gran parte del cual dedicó a su consulta particular y a gozar de sus nietos.

Nuestra vida familiar transcurrió tranquila y cada uno de nosotros pudo dedicarse a sus deberes y aficiones.

Mamá tomó nuevamente los pinceles, que había dejado un tanto olvidados, por causa de los viajes y las travesuras de los niños pequeños.

Alberto, Blanquita y yo cumplimos las etapas normales de la vida: El colegio, la universidad, el matrimonio y los hijos. Me dediqué completamente al hogar, como correspondía a las mujeres de mi generación. Mi diploma en Filosofía y Letras permanecía enrollado en un armario, desde el día de mi grado, al cual no asistí porque coincidió con el de mi matrimonio.

Nuestra vida transcurrió en paz, como debería ser la vida de todos los colombianos. Llegaron las penas inevitables en toda vida humana: el fallecimiento de los padres y la viudez, alternadas con satisfacciones y alegrías: la llegada de los nietos y la incorporación al trabajo.

Colombia es un país tan rico y generoso que a todos sus hijos nos brinda las oportunidades para desarrollar nuestras capacidades y realizar nuestros sueños. Tenemos la mayor biodiversidad del mundo, diversidad de climas, aguas abundantes, selvas, minas, gente buena y todo lo que Dios en su bondad nos dio. Los malos hijos que viven de la corrupción y el terrorismo, no han podido acabar con el país. 

Colombia sigue progresando y brindando oportunidades a todos sus hijos. ¿Por qué se van, los que se van? ¿Por qué se van a realizar sus sueños lejos de la patria, si pueden realizarlos aquí? En otros países no dejarán de ser mirados despectivamente como "inmigrantes". No reconocerán sus títulos académicos y tendrán que realizar los trabajos humildes que no quieren desempeñar los dueños del país.

Doy gracias a Dios por haber nacido en este país y en un hogar privilegiado por el amor.

Formé mi hogar y al quedar sola, pude educar seis hijos, que hoy contribuyen al progreso del país, desde sus respectivas profesiones, en los campos de la salud, la ingeniería, la educación y la cultura.

Para completar la crónica de mi infancia en Potosí, tengo que relatarles como fue mi reencuentro con Chepito Esguerra, 44 años después de habernos conocido en 1935. Este relato está incluido en mi libro Entre la Barbarie y la Justicia: El Holocausto del 6 de Noviembre, en el último capítulo titulado Una anécdota curiosa.

Lo transcribo para los que no han leído el libro:




Capítulo XIII
Una anécdota curiosa


Mi nombramiento como Bibliotecaria de la Corte Suprema de Justicia, se debió en parte a un hecho acaecido muchos años atrás: el conflicto con el Perú.

Mi padre, Julio Arrieta Andrade, un personaje inolvidable, era médico cirujano. En aquel tiempo la medicina era un verdadero apostolado que exigía a los profesionales un sexto sentido que se conocía como el ojo clínico, pues la ciencia no contaba con los elementos técnicos que ayudan hoy al diagnóstico.
Cuando se declaró la guerra con el Perú, su patriotismo lo llevó a alistarse en el Ejército. Su primera misión fue en la Base Aérea de Palanquero, el puerto sobre el río Magdalena, en donde nació la aviación militar. Pilotos alemanes cesantes tras el fin de la Primera Guerra Mundial, instruían a los aviadores colombianos. Eran héroes que cruzaban las montañas sin más ayuda que la brújula y una copa de aceite para medir el nivel del aparato y compararlo con el horizonte.
En Palanquero, la tropa y los oficiales se enfermaban de paludismo. Mi padre instó al Comandante para que ordenara desecar los pantanos que constituían el foco de reproducción del anofeles, y a los pacientes los trató con quinina.
Cumplida esta misión fue nombrado Director del hospital de Potosí, sobre el río Orteguaza, más abajo de Florencia, fundado expresamente para atender a las víctimas del conflicto armado. No había pistas de aterrizaje en la selva, pero sí ríos caudalosos propicios para el acuatizaje.
Potosí era un paraíso en medio de la selva. El clima era benigno, aunque cálido; no había plagas, ni indios salvajes, ni peces carnívoros como se especulaba; los huitotos y los coreguajes eran amistosos; el río ofrecía un baño delicioso con su lecho de arena suave y sus aguas mansas. 
No llegaron muchos heridos de bala en el combate, pero sí muchos enfermos de paludismo, beriberi y demás enfermedades tropicales. La mala alimentación en campaña, sin frutas ni legumbres, les bajaba las defensas. Según contó el coronel Herbert Boy en su libro “Una historia con alas”, el almuerzo consistía en fríjoles con arroz y la cena, para variar, en arroz con fríjoles”.
Mi padre se dedicó a cultivar una huerta con tomates, berenjenas, zanahorias y otras legumbres; organizó un gallinero y una cría de cerdos; colonos cercanos mataban reses y surtían el hospital con excelente carne; el río ofrecía abundante pesca; los aviones militares transportaban medicamentos y mercados; los indios llevaban frutas para canjearlas por otros alimentos, en especial unas piñas blancas muy dulces.
Pronto se tuvo noticia en Bogotá de los atractivos de Potosí, y fue llamado el “Hotel Granada del Sur. Cuando se supo que el doctor Arrieta había llevado a su propia familia, los aviadores y los oficiales comenzaron a llevar a sus esposas e hijos, a pasar temporadas.
Un buen día llegaron en una lancha unos visitantes muy distinguidos: la esposa del Intendente del Caquetá con un grupo de amigas y un niño de unos doce años. No llevaban más escolta que el maquinista de la lancha. Habían salido de paseo río abajo, con la intención de regresa a Florencia el mismo día; no llevaban equipaje alguno sino solamente los vestidos de baño.
A los visitantes les gustó tanto ese paraíso selvático y fueron tan bien atendidos por mis padres, que decidieron quedarse varios días. Y su estadía se habría prolongado aún más, de no haber sido por un telegrama urgente que el Intendente le envió a mi padre y que decía escuetamente: Atájelas.
A mis tres años se me grabó el nombre del niño, Chepito Esguerra, porque mamá lo nombraba con frecuencia cuando se lo ponía como ejemplo a mi hermano Alberto, por su educación y sus buenos modales. –“¿Señora Marujita, se podrá repetir? –preguntaba comedidamente cuando alguno de los alimentos era de su especial agrado.
Como pude comprobar cuarenta y cuatro años más tarde, el niño de entonces había atesorado recuerdos imborrables de la aventura vivida en el corazón de la selva, cuando se bañaba en ese inmenso río en el que se podía jugar en la orilla, pero que sólo los nadadores expertos se atrevían a cruzar; cuando en compañía de un grupo de cazadores, oficiales y soldados, abriendo trocha con machetes, lograban un chigüiro de carne deliciosa o cuando pacientemente esperaban a que picara algún bagre para la cena. Tampoco había olvidado a los indios que en rudimentario castellano definían así su filosofía de la vida: “Canoa teniendo, mujer teniendo y harta chaquira teniendo... ¡qué más queriendo!”.
Cuando supe que la Bibliotecaria de la Corte Suprema de Justicia se iba a pensionar, me presenté en el Alto Tribunal con una carta de mi amigo el abogado Eduardo Santa para su colega José Eduardo Gnecco Correa, Magistrado de la Sala Laboral, y le hablé de mi aspiración a ocupar tan honroso cargo.
El doctor Gnecco me atendió amablemente y me condujo al Despacho del Presidente. Su   nombre impreso bajo la placa de bronce que decía “Presidencia”, me intimidó no poco: José María Esguerra Samper.
El Presidente acogió mi solicitud con benevolencia y me pidió que llevara la hoja de vida . Al salir del Despacho, el doctor Gnecco se despidió familiarmente con un “Adiós, Chepe”. Y se me hizo la luz: el Presidente de la Corte Suprema de Justicia ¡era Chepito Esguerra!
Mi padre había sido un gran aficionado a la fotografía. Con una cámara Kodak de fuelle, había capturado imágenes de los lugares exóticos e interesantes a donde le llevó su trasegar como médico militar. Naturalmente, no podían faltar las fotografías de Potosí que yo había visto muchas veces en el album familiar.
Al llegar a mi casa las busqué y las hallé fácilmente. Mi padre las ordenaba cronológicamente y les escribía el año en una esquina. Ëstas estaban fechadas en 1935. Se veía el grupo de las señoras exploradoras en traje de baño, al lado de la lancha, con el paisaje selvático al fondo. Al lado de ellas, Chepito Esguerra como su edecán. En algunas aparecía yo, a mis tres años, con una gran corrosca que me protegía del sol.
Volví a la Corte llevando mi hoja de vida y, también, las fotografías. Cuando el doctor José María Esguerra Samper las vio, se emocionó y comenzó a identificar a las señoras, comenzando por su tía doña Saturia Samper. Luego preguntó por mí y le enseñé la niña con corrosca. –¿Y su papá en dónde está? –Él tomó las fotos. –¿Dónde puedo conseguirlas? –Son suyas, doctor.
El hecho de haber despertado las simpatías del Presidente con los recuerdos de Potosí, no era suficiente para que considerara mi solicitud. Pero, modestia aparte, mi currículo era excelente y cumplía con todos los requisitos de la recién promulgada Ley de Bibliotecología. Aunque mi título universitario no es en Bibliotecología sino en Filosofía y Letras, ya había trabajado más de tres años en bibliotecas oficiales, como Jefe de las bibliotecas públicas de Colcultura y como Subdirectora de la Biblioteca Nacional.
Todos los nombramientos de la Corte Suprema de Justicia debían ser aprobados por la Sala Plena. El doctor Esguerra y el doctor Gnecco planearon mi campaña electoral: cada uno hablaría con los Magistrados más amigos. El doctor Esguerra me contó con su fino humor, que había preguntado a sus colegas si querían ver una foto en la que estábamos los dos; ellos aceptaban suponiendo que sería reciente, tomada en algún evento social o académico y sentían curiosidad por conocer el aspecto de la aspirante a Bibliotecaria. Pero yo tapo la fecha con el dedo –me decía– porque la perjudica.
En la Sala Plena fui elegida por una votación de veintitrés contra uno. Los Magistrados Esguerra y Gnecco se preguntaban quién sería el que votó en contra. “Debió ser Gustavo Gómez Velásquez –dijo el doctor Gnecco– porque siempre me lleva la contraria”. Pero no lo he creído, porque él siempre fue muy deferente conmigo.
En 1984, el doctor José María Esguerra Samper se retiró de la Corte Suprema de Justicia. El doctor José Eduardo Gnecco Correa fue una de las víctimas del Holocausto, porque ese era su destino. Había salido del Palacio para dictar su cátedra de Derecho Laboral en la Universidad de El Rosario, pero se devolvió porque había olvidado el Código. La secretaria de un Magistrado vecino a su Despacho se sorprendió al verlo de regreso y le preguntó el motivo. “Y usted para qué quiere el Código –bromeó ella– si se lo sabe de memoria?”
En su despacho lo estaba esperando un vendedor de libros, quien lo entretuvo unos pocos minutos, pero fueron los suficientes para que entrara el M-19.


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FIN

PAPÁ SE ENFERMA

Blanquita crecía linda y fuerte. Aprendió a caminar y a decir las primeras palabras. Nos causaba admiración su fuerza, pues podía mover un asiento. Su entretención favorita era clavar puntillas en una pared del solar, que era de adobe. No me he explicado esa afición, ni por qué le proporcionaron un martillo de verdad y una caja de puntillas de una pulgada. Un día me acerqué a mirarla y me dio un martillazo en la cabeza.

Otro día tuvimos un susto terrible por causa de un bombón santandereano que me había salido en la sorpresa de una piñata. Era duro, del tamaño de un mamoncillo y la superficie estaba llena de turupes. Se me atoró en la garganta y me dificultó la respiración. Al tratar de gritar emitía un rugido espantoso. Mamá gritaba, papá me sacudía y con el alboroto llegaron los vecinos, pues las casas se comunicaban por los solares y los patios. Finalmente, con un golpe certero logró papá que arrojara lejos el bombón. La faena había durado tanto, que ya se habían gastado los turupes y el bombón estaba liso. Tal vez por eso fue que al fin salió. Pasé varios días con tanto dolor en la garganta, que se me dificultaba comer y hablar.

Por esta época comenzó el auge de los electrodomésticos  Un aparato eléctrico como la plancha, despertaba desconfianza y miedo entre las amas de casa y sus empleadas, por lo cual la Philips las entregaba gratuitamente en período de prueba por una semana. Si la plancha era aceptada, se podía pagar en cinco mensualidades de $1,00.

Con frecuencia íbamos a pasear al río Guadalajara, en donde el baño era muy agradable. En los prados de las orillas, volábamos las cometas de grandes dimensiones que hacía papá, en tela y con rumbadores.

Pero esos paseos a río trajeron graves consecuencias para su salud. Él solía dejar la ropa en una cerca de alambre, en donde se recostaba el ganado y así adquirió la tinomicosis, una extraña enfermedad que le da al ganado, pero nunca se había descubierto en los seres humanos.

Por esta novedad, se dispuso el regreso a Bogotá. El 6 de agosto de 1938 se cumplía el cuarto centenario de su fundación y se habían programado grandes festejos, entre ellos un gran revista aérea en el Campo de Santana, en donde se habían construido tribunas cubiertas para que las autoridades y los personajes ilustres pudieran apreciar el espectáculo.

Nuestro viaje se frustró por algún inconveniente, lo cual desilusionó mucho a mamá. En septiembre se llevó a cabo una gran parada militar en el Campo de Santana, como uno de los actos de celebración de la efemérides. Las tribunas estaban colmadas por destacadas personalidades, entre ellas el presidente saliente Alfonso López Pumarejo y el entrante, Eduardo Santos.

Lo más importante iba a ser la revista aérea con las escuadrillas perfectamente formadas y las acrobacias ejecutadas por los aviadores. De pronto, un avión Hawk cuyo piloto, quiso hacer un saludo a los presidentes, rozó con un ala el techo de la tribuna, perdió el control y cayó causando una tragedia en la que murieron setenta y cinco personas y más de cien que resultaron con quemaduras graves. Misael Pastrana Borrero, muy joven, estaba presente. Tuvo que ser sometido a varias cirugías en el rostro de las cuales quedó con una sonrisa permanente, que lo favoreció en su vida política.

Mamá le agradeció al Señor de los Milagros los inconvenientes para el viaje, ya que teníamos puesto reservado en las tribunas por ser papá oficial del ejército.

Después de esto, llegamos a Bogotá para que papá fuera tratado por los médicos del Hospital Militar, que entonces quedaba en San Cristobal. Mientras estuvimos en Buga, los Ortiz habían vuelto a su casa de la Calle 9a. Nosotros nos instalamos provisionalmente en la Pensión Atenas que quedaba a la vuelta, en la carrera 6a entre las calles 8a y 9a. Era una casa inmensa, de un piso, pero por el declive del terreno en la Candelaria habían construido al frente un semisótano, en donde funcionaba una tipografía. Tenía un jardín central rodeado de habitaciones; luego, el comedor y los baños que eran compartidos porque no los había en cada habitación. Atrás había otro patio con cuartos de menor categoría y, al fondo, un gran solar con árboles y columpios. Nosotros ocupamos las habitaciones del frente, con ventanas a la calle.

Esa casa sirvió después como residencia para jóvenes universitarias, administrada por monjas. Tuve la oportunidad de volver para estudiar con Yanira Olaya, mi compañera de la facultad de Filosofía y Letras, quien se alojaba allí.

Esa residencia era conveniente por la cercanía al Hospital Militar, al que papá tenía que ir constantemente para someterse a los exámenes necesarios para el diagnóstico.

Se le había formado una llaga en la mitad del pecho, que cada día se ampliaba y se profundizaba. Agotados los recursos médicos de la época, los médicos diagnosticaron cáncer y lo desahuciaron  Se preveía una metástasis y ningún médico quería hacerse cargo de él. Sin embargo, lo sometieron a una cirugía de limpieza que le dejó una cavidad tan grande, decía él, que tenía el diámetro de un limón y la profundidad de un cigarrillo. Se hizo tomar fotografías. Las monjas del Hospital lo curaban con panela raspada y la cavidad se fue llenando hasta que quedó solamente la cicatriz. Papá no aceptó el diagnostico y comenzó a investigar por su cuenta. Encontró lo datos de un médico ruso, el doctor Finiciff, que había tratado casos similares de tinomicosis.

Como llegamos en octubre, era preciso esperar al año siguiente para que Alberto continuara sus estudios y yo entrara al colegio. Mientras tanto, Benildita Ortiz ofreció darme clases de piano. Mamá aceptó y yo tuve que ir, sin tener la menor disposición.

Benildita se quedó soltera porque cuando Enrique Fandiño pidió su mano, el padre se la negó aduciendo que estaba muy joven; en cambio, le ofreció la mano de Ramona, la mayor. Enrique aceptó de buen grado, porque las dos hermanas eran igualmente lindas, rubias de ojos azules. En una fotografía que tomó papá cuando estaba de novio con mamá, aparece toda la parentela Fandiño Ortiz, Ortiz Jiménez y Rodríguez Ortiz. Ramona es una matrona que está sentada al frente. La rodean sus hijos, ya mayores pues Ramoncito viste de sotana. En la fila de atrás está Enrique Fandiño junto a Benildita, susurrándole algo al oído. Tal vez algo romántico, pero inocente.

Enrique y Ramona constituyeron un matrimonio prolífico: tres hijas monjas, un sacerdote, Ramón; Carlos y Antonio, solteros; Joaquín, el único que se casó y Rosita, soltera, dedicada al canto y al piano. Su canción preferida, la que interpretaba en todas las reuniones comenzaba: "Si yo encontrara un alma como la mía..." Tal vez, nunca la encontró.

Benildita me daba la clase y me dejaba haciendo ejercicios en esa sala penumbrosa  pues solamente abría el postigo más cercano al piano. Los muebles seguían cubiertos por sábanas blancas. Una vez, aburrida, pasé un dedo por sobre el marfil de una tecla con tan mala suerte que se despegó la lámina. Me asusté, cerré el piano  me despedí de mi maestra y subí al tercer piso para recoger mi sobretodo, que se había quedado en la alcoba de Lucy. Al entrar, vi en un rincón un fantasma que se movía y se me acercaba. Presa del pánico salí corriendo y gritando, di un traspié y caí de bruces en el patio. Mamá y Tita salieron de otra habitación en mi auxilio, sin explicarse qué pasaba. Al fantasma se le cayó la sábana y quedó al descubierto: era Lucy, que había cogido un plumero largo, de los que se usaban para limpiar las telarañas del cielo raso, tan alto en las construcciones antiguas; había puesto en el extremo un sombrero de Manuel, de los de media calabaza; lo había cubierto con la sábana y se había metido debajo para mover el palo.

Tita la reprendió porque no estaba bien que una señorita ya presentada en sociedad, se divirtiera asustando a su primita de ocho años. Esto, y mi confesión con respecto a la tecla, dieron fin a mis lecciones de piano. Tita y mamá buscaron discretamente un técnico que arreglara el desperfecto, antes de que Manuel se diera cuenta.

Algunas veces me llevaban a las fiestas de los Ortiz. Eran invitadas frecuentes la soprano Alicia Borda y su hermana Julia, casada con el profesor Rochester, distinguido intelectual y catedrático de la Universidad Nacional, de raza negra. Humberto no sabía apreciar el "bel canto"; cuando Alicia Borda entonó el "chi rivi riví" por solicitud de los asistentes, a Humberto lo acometió un terrible acceso de risa; yo lo sorprendí debajo de la escalera, todo morado, mordiendo un pañuelo.

En 1939 estalló la segunda guerra mundial. Las comunicaciones con Europa eran muy difíciles pero papá logró establecer correspondencia con el doctor Finikoff. Él le recomendó un tratamiento con inyecciones intravenosas, preparadas en aceite de maní. Serían veinte inyecciones, por lo menos. Consiguió que se las prepararan, pero no lograba conseguir quien se las aplicara, por el peligro de una embolia. Dio con un enfermero a quien ya se le había muerto un paciente y le aseguró que ya no se le podría morir otro. El enfermero aceptó y comenzó el tratamiento.

Durante esta enfermedad, mamá seguía prendida del Señor de los Milagros y pensaba qué podría hacer ella si papá llegara a faltar. Su alternativa sería volver a San Juan Nepomuceno y acogerse a la protección del abuelo. Cuando iban por la inyección número doce, papá sufrió un amago de embolia. Fue hospitalizado y lo superó, pero decidió suspender el tratamiento para no correr más riesgos. Sin embargo, las doce inyecciones fueron suficientes y se curó.

Papá viajaba con frecuencia en giras de reclutamiento. Cuando le tocaba por la región del Magdalena, salíamos a recibirlo a alguna de las estaciones del ferrocarril a Girardot. Nos encantaban las frutas, las arepas y las gallinas criollas que los campesinos sacaban a vender, así como los perfumados jazmines. 






viernes, 17 de mayo de 2013

INFANCIA EN BUGA

En Buga nos instalamos en una casa en donde había muerto un tuberculoso. A pesar de que había sido totalmente pintada y desinfectada, llevaba varios meses desocupada por el miedo que la gente le tenía al contagio.

El hecho de que la tomara un médico y llevara a su familia, le quitó la maldición a la casa. Era de un piso y muy amplia. En el patio delantero había un gran bugambil y en el solar había aguacates, naranjas, limones y primaveras, unas flores rosadas que crecen en festones y se usaban para adornar las fachadas en las procesiones del Señor de los Milagros. Tenía muchas habitaciones en línea, comunicadas entre sí.

Cada siete años se hacía una fiesta especial en honor del Señor de los Milagros, el Patrono de Buga, a la que asistían todos los obispos del país, comunidades religiosas y muchísimos devotos. Cuando llegamos no tocaba la fiesta, pero un borracho se subió al altar y con un machete rompió el costado del Cristo. Las autoridades religiosas dispusieron que se celebrara la fiesta en desagravio.

El festejo duró varios días durante los cuales se engalanó la ciudad con arreglos florales, especialmente con festones de primaveras. Hubo procesiones, Misas, retretas en el parque y juegos pirotécnicos bellísimos  que yo no había visto nunca.

Un día observé a la altura del pecho, sobre mi trajecito rojo de crespón, un gusano negro con el lomo amarillo que avanzaba lentamente hacia arriba  Comencé a gritar y a correr pasando por todas las habitaciones hasta el solar y regresando por el patio para repetir el recorrido, sin dejar de gritar aterrorizada. Todos se alarmaron pensando en un ataque repentino de locura. Papá me detuvo, la dio un pastorejo al gusano y todo volvió a la normalidad.

En Buga hicimos amistad con la familia Albarracín Morales. El doctor Leopoldo era médico especialista en lepra; María su esposa era venezolana; sus hijos eran Hernando, Beatriz y Cecilia, de edades correspondientes a las nuestras. María y mamá se entretenían haciéndonos vestidos a la moda de Shirley Temple y "a la medida"; esto es, la niña se sentaba y la medida del largo se tomaba desde el hombre hasta la base del asiento. Había una gran afinidad entre las dos familias y la amistad perduró por muchos años porque ellos tambíen volvieron a Bogotá en donde seguimos frecuentándonos.

Los domingos íbamos los niños a matinal, a ver películas de Tarzán o de vaqueros con Tim Mc Coy. Después  almorzábamos por turnos en una de las dos casas y pasábamos toda la tarde jugando. En los solares hacíamos carpas como los exploradores de las películas y recreábamos los que habíamos visto en el cine. Una tarde, en casa de los Albarracín, lancé un palo de escoba como si hubiera sido la lanza de un pigmeo africano, con tan mala fortuna que le pegó a Hernando en un ojo. Alberto y yo asustados, dimos por terminada la visita. Al día siguiente Hernando se presentó en nuestra casa, pretextando una razón que María le mandaba a mamá. Cuando ella vio el ojo "colombino" de Hernando, se deshizo en exclamaciones de horror. "¡Por Dios, Hernandito, qué te pasó?" "- Nada, nada Marujita" respondía con toda educación, siguiendo instrucciones de María  Pero yo me sentí tan culpable y avergonzada, y a la vez tan cobarde, que solamente deseaba que la tierra me tragara.

Teníamos otros amiguitos en la cuadra, de los cuales recuerdo a Camilo Saavedra y a Bety Sanclemente. Por las tardes, cuando había pasado el calor, solíamos jugar en el patio a "¿Lobo, estás?" y el lobo se emperifollaba detrás del bugambil hasta que estaba listo para salir a perseguirnos. También jugábamos al gato y al ratón y a la pelota envenenada.

Disfrutábamos con nuestros padres programas novedosos como los recitales de Berta Singerman, los perritos comediantes, el circo y la ciudad de hierro, en la que me maravilló el espectáculo de dos motociclistas dando vueltas a gran velocidad, dentro de una esfera de varillas metálicas.

Alberto entró a primero de bachillerato en el Colegio Académico. Escribió una composición sobre Potosí, y el profesor pensó que la había copiado de algún libro de Emilio Salgari.

Papá escribió esta leyenda:
La familia Arrieta
con la bicicleta
y hasta la muñeca,
para estar completa.
A mí me iban a matricular en el colegio de las madres Marianitas, pero cuando vieron que el uniforme era de paño negro, desistieron. Entonces entré a un colegito cercano, en donde no permanecí mucho tiempo, por varias razones: me pusieron una plana con errores de ortografía; un día me dio un soponcio en clase de costura, porque en Buga como en Cartago, son muy importantes los bordados y en el salón almacenaban tal cantidad de sábanas enrolladas en tambores que casi no quedaba aire y, finalmente, porque un día nos detuvieron a la hora de salida, nos alinearon de pie en el patio para oír las extensas quejas y explicaciones de la Directora por tanto tiempo, que mi pobre vejiga no aguantó más.

Mamá se dedicó a darme las clases correspondientes y en un año adelanté dos, porque cuando volvimos a Bogotá entré a tercero de elemental, en el colegio de las Mariño. Me gustaba tanto la lectura, que me devoraba los libro de Emilio Salgari que le compraban a Alberto y la revista Billiken a la que teníamos suscripción. También me leí la novela original de Edgar Rice Burrougs "Tarzán de los monos", de donde salieron las historietas gráficas y las películas. Este libro era bien voluminoso y no tenía ilustraciones, pero me encantó.

La revista Billiken traía juegos para armar. En uno de los números venía un teatro Guiñol. Alberto armó el escenario, recortó los personajes y los pegó en cartulina. Cada uno tenía dos caras: una sonriente y otra triste o una seria y otra gruñona, según el personaje. Estaban la dama joven, el galán, el villano, el rey, la bruja y otros.

Mamá hizo un telón de crespón rojo con un retazo de mi vestido y lo adornó con con lentejuelas. Alberto escribía los libretos y manejaba los muñequitos, imitando las distintas voces. Nos reuníamos muchos niños para ver las funciones y nos divertíamos en grande.




UN MIEMBRO MÁS EN LA FAMILIA

Blanquita nació el 7 de noviembre. Papá la recibió como nos había recibido a Alberto y a mí, en la propia casa. Era una bebé preciosa y siguió siendo muy linda.

Al iniciarse el año escolar de 1936, Alberto continuó sus estudios en el Liceo de la Salle que quedaba a dos cuadras, con todos los muchachos del vecindario.

Yo entré al Kinder del Instituto Pedagógico, por consejo de Fidel Perilla, cuyas hijas estudiaban allí. Fue un consejo acertado porque el kinder representó un avance en la educación preescolar. Fue creado por la Misión Alemana para la Educación, dirigida por la doctora Georgina Fletcher. La casita, que aún existe, fue diseñada especialmente para los niños, con sus baños y muebles proporcionados a su tamaño. En ese kinder, Fernando y Carlos, mis hijos mayores, también iniciaron sus estudios.

La arenera fue una novedad. El primer día los padres esperaban que nos quedáramos llorando tan pronto como ellos se fueran. Pero las profesoras dispusieron que los niños cargaran en la espalda a las niñas y nos fuéramos a jugar a la arenera. A mí me tocó que me llevara el hijo de Pedrito Gonzáles, el médico que me había tratado el sarampión. Mamá se asomó por la tapia y me vio tan contenta, que se fue tranquila para la casa.

Me enseñaron las primeras letras en la cartilla de Baquero. Como me explicaron que la H es muda, no quise aceptar la pronunciación de la CH y leía "cocolate", sacando de paciencia a la profesora.

Mi abundante cabello pajizo llamó la atención de unas niñas. Durante un recreo, una de ellas comenzó a mechonearme fuertemente; al oír mis gritos, la maestra llegó en mi socorro, la mechoneadora me soltó y le dijo a la otra: "¿Se fija que no era peluca?".

Amanda Varela, cuyo nombre nunca se me olvidará, me tenía antipatía gratuita. Yo lo presentía y la evitaba. Pero un día me encontró sola en el salón, se me tiró al cuello y me enterró las uñas. Me dejó unas marcas tan terribles, que al día siguiente mamá fue a darle las quejas a la Directora, en lo que se demoró un buen rato. Yo estaba esperándola en la portería, pensé que se le había olvidado ir por mí, y me fui para la casa, atravesando potreros para abreviar, porque todavía no se había urbanizado de la carrera séptima hacia el occidente. Mamá regresó a la casa muy angustiada y me encontró jugando con Blanquita. Ese día no la había llevado en su cochecito porque tenía que hablar con la Directora. Pero ya era costumbre el paseo diario al Pedagógico.

Aprender a leer es un prodigio que pasa inadvertido, porque es normal para los seres privilegiados, en un país en donde el analfabetismo alcanzó tan altos índices en el pasado. En la Navidad de 1936, entre otros regalos, el Niño Dios me trajo un libro muy lindo titulado "Lluvia de cuentos", de la editorial española Callejas,  con tapas duras repujadas y forradas en tela roja, con bajorrelieves en dorado e ilustrado con grabados. Lo disfruté mucho tiempo, porque leía y releía los cuentos. A pesar de que estábamos gozando la vida en Chapinero, tuvimos que partir nuevamente. Esta vez a Buga, porque papá fue trasladado al Batallón Palacé.