martes, 21 de mayo de 2013

ETAPA FINAL DE LA INFANCIA

Cumplida la misión médica de papá en el Batallón Palacé de Buga, lo trasladaron a Bogotá. Aquí cumplió su misión en el Cantón Norte y en la Base Aérea de Madrid, hasta cumplir su tiempo de jubilación y disfrutar de su tiempo libre en uso de buen retiro, gran parte del cual dedicó a su consulta particular y a gozar de sus nietos.

Nuestra vida familiar transcurrió tranquila y cada uno de nosotros pudo dedicarse a sus deberes y aficiones.

Mamá tomó nuevamente los pinceles, que había dejado un tanto olvidados, por causa de los viajes y las travesuras de los niños pequeños.

Alberto, Blanquita y yo cumplimos las etapas normales de la vida: El colegio, la universidad, el matrimonio y los hijos. Me dediqué completamente al hogar, como correspondía a las mujeres de mi generación. Mi diploma en Filosofía y Letras permanecía enrollado en un armario, desde el día de mi grado, al cual no asistí porque coincidió con el de mi matrimonio.

Nuestra vida transcurrió en paz, como debería ser la vida de todos los colombianos. Llegaron las penas inevitables en toda vida humana: el fallecimiento de los padres y la viudez, alternadas con satisfacciones y alegrías: la llegada de los nietos y la incorporación al trabajo.

Colombia es un país tan rico y generoso que a todos sus hijos nos brinda las oportunidades para desarrollar nuestras capacidades y realizar nuestros sueños. Tenemos la mayor biodiversidad del mundo, diversidad de climas, aguas abundantes, selvas, minas, gente buena y todo lo que Dios en su bondad nos dio. Los malos hijos que viven de la corrupción y el terrorismo, no han podido acabar con el país. 

Colombia sigue progresando y brindando oportunidades a todos sus hijos. ¿Por qué se van, los que se van? ¿Por qué se van a realizar sus sueños lejos de la patria, si pueden realizarlos aquí? En otros países no dejarán de ser mirados despectivamente como "inmigrantes". No reconocerán sus títulos académicos y tendrán que realizar los trabajos humildes que no quieren desempeñar los dueños del país.

Doy gracias a Dios por haber nacido en este país y en un hogar privilegiado por el amor.

Formé mi hogar y al quedar sola, pude educar seis hijos, que hoy contribuyen al progreso del país, desde sus respectivas profesiones, en los campos de la salud, la ingeniería, la educación y la cultura.

Para completar la crónica de mi infancia en Potosí, tengo que relatarles como fue mi reencuentro con Chepito Esguerra, 44 años después de habernos conocido en 1935. Este relato está incluido en mi libro Entre la Barbarie y la Justicia: El Holocausto del 6 de Noviembre, en el último capítulo titulado Una anécdota curiosa.

Lo transcribo para los que no han leído el libro:




Capítulo XIII
Una anécdota curiosa


Mi nombramiento como Bibliotecaria de la Corte Suprema de Justicia, se debió en parte a un hecho acaecido muchos años atrás: el conflicto con el Perú.

Mi padre, Julio Arrieta Andrade, un personaje inolvidable, era médico cirujano. En aquel tiempo la medicina era un verdadero apostolado que exigía a los profesionales un sexto sentido que se conocía como el ojo clínico, pues la ciencia no contaba con los elementos técnicos que ayudan hoy al diagnóstico.
Cuando se declaró la guerra con el Perú, su patriotismo lo llevó a alistarse en el Ejército. Su primera misión fue en la Base Aérea de Palanquero, el puerto sobre el río Magdalena, en donde nació la aviación militar. Pilotos alemanes cesantes tras el fin de la Primera Guerra Mundial, instruían a los aviadores colombianos. Eran héroes que cruzaban las montañas sin más ayuda que la brújula y una copa de aceite para medir el nivel del aparato y compararlo con el horizonte.
En Palanquero, la tropa y los oficiales se enfermaban de paludismo. Mi padre instó al Comandante para que ordenara desecar los pantanos que constituían el foco de reproducción del anofeles, y a los pacientes los trató con quinina.
Cumplida esta misión fue nombrado Director del hospital de Potosí, sobre el río Orteguaza, más abajo de Florencia, fundado expresamente para atender a las víctimas del conflicto armado. No había pistas de aterrizaje en la selva, pero sí ríos caudalosos propicios para el acuatizaje.
Potosí era un paraíso en medio de la selva. El clima era benigno, aunque cálido; no había plagas, ni indios salvajes, ni peces carnívoros como se especulaba; los huitotos y los coreguajes eran amistosos; el río ofrecía un baño delicioso con su lecho de arena suave y sus aguas mansas. 
No llegaron muchos heridos de bala en el combate, pero sí muchos enfermos de paludismo, beriberi y demás enfermedades tropicales. La mala alimentación en campaña, sin frutas ni legumbres, les bajaba las defensas. Según contó el coronel Herbert Boy en su libro “Una historia con alas”, el almuerzo consistía en fríjoles con arroz y la cena, para variar, en arroz con fríjoles”.
Mi padre se dedicó a cultivar una huerta con tomates, berenjenas, zanahorias y otras legumbres; organizó un gallinero y una cría de cerdos; colonos cercanos mataban reses y surtían el hospital con excelente carne; el río ofrecía abundante pesca; los aviones militares transportaban medicamentos y mercados; los indios llevaban frutas para canjearlas por otros alimentos, en especial unas piñas blancas muy dulces.
Pronto se tuvo noticia en Bogotá de los atractivos de Potosí, y fue llamado el “Hotel Granada del Sur. Cuando se supo que el doctor Arrieta había llevado a su propia familia, los aviadores y los oficiales comenzaron a llevar a sus esposas e hijos, a pasar temporadas.
Un buen día llegaron en una lancha unos visitantes muy distinguidos: la esposa del Intendente del Caquetá con un grupo de amigas y un niño de unos doce años. No llevaban más escolta que el maquinista de la lancha. Habían salido de paseo río abajo, con la intención de regresa a Florencia el mismo día; no llevaban equipaje alguno sino solamente los vestidos de baño.
A los visitantes les gustó tanto ese paraíso selvático y fueron tan bien atendidos por mis padres, que decidieron quedarse varios días. Y su estadía se habría prolongado aún más, de no haber sido por un telegrama urgente que el Intendente le envió a mi padre y que decía escuetamente: Atájelas.
A mis tres años se me grabó el nombre del niño, Chepito Esguerra, porque mamá lo nombraba con frecuencia cuando se lo ponía como ejemplo a mi hermano Alberto, por su educación y sus buenos modales. –“¿Señora Marujita, se podrá repetir? –preguntaba comedidamente cuando alguno de los alimentos era de su especial agrado.
Como pude comprobar cuarenta y cuatro años más tarde, el niño de entonces había atesorado recuerdos imborrables de la aventura vivida en el corazón de la selva, cuando se bañaba en ese inmenso río en el que se podía jugar en la orilla, pero que sólo los nadadores expertos se atrevían a cruzar; cuando en compañía de un grupo de cazadores, oficiales y soldados, abriendo trocha con machetes, lograban un chigüiro de carne deliciosa o cuando pacientemente esperaban a que picara algún bagre para la cena. Tampoco había olvidado a los indios que en rudimentario castellano definían así su filosofía de la vida: “Canoa teniendo, mujer teniendo y harta chaquira teniendo... ¡qué más queriendo!”.
Cuando supe que la Bibliotecaria de la Corte Suprema de Justicia se iba a pensionar, me presenté en el Alto Tribunal con una carta de mi amigo el abogado Eduardo Santa para su colega José Eduardo Gnecco Correa, Magistrado de la Sala Laboral, y le hablé de mi aspiración a ocupar tan honroso cargo.
El doctor Gnecco me atendió amablemente y me condujo al Despacho del Presidente. Su   nombre impreso bajo la placa de bronce que decía “Presidencia”, me intimidó no poco: José María Esguerra Samper.
El Presidente acogió mi solicitud con benevolencia y me pidió que llevara la hoja de vida . Al salir del Despacho, el doctor Gnecco se despidió familiarmente con un “Adiós, Chepe”. Y se me hizo la luz: el Presidente de la Corte Suprema de Justicia ¡era Chepito Esguerra!
Mi padre había sido un gran aficionado a la fotografía. Con una cámara Kodak de fuelle, había capturado imágenes de los lugares exóticos e interesantes a donde le llevó su trasegar como médico militar. Naturalmente, no podían faltar las fotografías de Potosí que yo había visto muchas veces en el album familiar.
Al llegar a mi casa las busqué y las hallé fácilmente. Mi padre las ordenaba cronológicamente y les escribía el año en una esquina. Ëstas estaban fechadas en 1935. Se veía el grupo de las señoras exploradoras en traje de baño, al lado de la lancha, con el paisaje selvático al fondo. Al lado de ellas, Chepito Esguerra como su edecán. En algunas aparecía yo, a mis tres años, con una gran corrosca que me protegía del sol.
Volví a la Corte llevando mi hoja de vida y, también, las fotografías. Cuando el doctor José María Esguerra Samper las vio, se emocionó y comenzó a identificar a las señoras, comenzando por su tía doña Saturia Samper. Luego preguntó por mí y le enseñé la niña con corrosca. –¿Y su papá en dónde está? –Él tomó las fotos. –¿Dónde puedo conseguirlas? –Son suyas, doctor.
El hecho de haber despertado las simpatías del Presidente con los recuerdos de Potosí, no era suficiente para que considerara mi solicitud. Pero, modestia aparte, mi currículo era excelente y cumplía con todos los requisitos de la recién promulgada Ley de Bibliotecología. Aunque mi título universitario no es en Bibliotecología sino en Filosofía y Letras, ya había trabajado más de tres años en bibliotecas oficiales, como Jefe de las bibliotecas públicas de Colcultura y como Subdirectora de la Biblioteca Nacional.
Todos los nombramientos de la Corte Suprema de Justicia debían ser aprobados por la Sala Plena. El doctor Esguerra y el doctor Gnecco planearon mi campaña electoral: cada uno hablaría con los Magistrados más amigos. El doctor Esguerra me contó con su fino humor, que había preguntado a sus colegas si querían ver una foto en la que estábamos los dos; ellos aceptaban suponiendo que sería reciente, tomada en algún evento social o académico y sentían curiosidad por conocer el aspecto de la aspirante a Bibliotecaria. Pero yo tapo la fecha con el dedo –me decía– porque la perjudica.
En la Sala Plena fui elegida por una votación de veintitrés contra uno. Los Magistrados Esguerra y Gnecco se preguntaban quién sería el que votó en contra. “Debió ser Gustavo Gómez Velásquez –dijo el doctor Gnecco– porque siempre me lleva la contraria”. Pero no lo he creído, porque él siempre fue muy deferente conmigo.
En 1984, el doctor José María Esguerra Samper se retiró de la Corte Suprema de Justicia. El doctor José Eduardo Gnecco Correa fue una de las víctimas del Holocausto, porque ese era su destino. Había salido del Palacio para dictar su cátedra de Derecho Laboral en la Universidad de El Rosario, pero se devolvió porque había olvidado el Código. La secretaria de un Magistrado vecino a su Despacho se sorprendió al verlo de regreso y le preguntó el motivo. “Y usted para qué quiere el Código –bromeó ella– si se lo sabe de memoria?”
En su despacho lo estaba esperando un vendedor de libros, quien lo entretuvo unos pocos minutos, pero fueron los suficientes para que entrara el M-19.


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FIN

PAPÁ SE ENFERMA

Blanquita crecía linda y fuerte. Aprendió a caminar y a decir las primeras palabras. Nos causaba admiración su fuerza, pues podía mover un asiento. Su entretención favorita era clavar puntillas en una pared del solar, que era de adobe. No me he explicado esa afición, ni por qué le proporcionaron un martillo de verdad y una caja de puntillas de una pulgada. Un día me acerqué a mirarla y me dio un martillazo en la cabeza.

Otro día tuvimos un susto terrible por causa de un bombón santandereano que me había salido en la sorpresa de una piñata. Era duro, del tamaño de un mamoncillo y la superficie estaba llena de turupes. Se me atoró en la garganta y me dificultó la respiración. Al tratar de gritar emitía un rugido espantoso. Mamá gritaba, papá me sacudía y con el alboroto llegaron los vecinos, pues las casas se comunicaban por los solares y los patios. Finalmente, con un golpe certero logró papá que arrojara lejos el bombón. La faena había durado tanto, que ya se habían gastado los turupes y el bombón estaba liso. Tal vez por eso fue que al fin salió. Pasé varios días con tanto dolor en la garganta, que se me dificultaba comer y hablar.

Por esta época comenzó el auge de los electrodomésticos  Un aparato eléctrico como la plancha, despertaba desconfianza y miedo entre las amas de casa y sus empleadas, por lo cual la Philips las entregaba gratuitamente en período de prueba por una semana. Si la plancha era aceptada, se podía pagar en cinco mensualidades de $1,00.

Con frecuencia íbamos a pasear al río Guadalajara, en donde el baño era muy agradable. En los prados de las orillas, volábamos las cometas de grandes dimensiones que hacía papá, en tela y con rumbadores.

Pero esos paseos a río trajeron graves consecuencias para su salud. Él solía dejar la ropa en una cerca de alambre, en donde se recostaba el ganado y así adquirió la tinomicosis, una extraña enfermedad que le da al ganado, pero nunca se había descubierto en los seres humanos.

Por esta novedad, se dispuso el regreso a Bogotá. El 6 de agosto de 1938 se cumplía el cuarto centenario de su fundación y se habían programado grandes festejos, entre ellos un gran revista aérea en el Campo de Santana, en donde se habían construido tribunas cubiertas para que las autoridades y los personajes ilustres pudieran apreciar el espectáculo.

Nuestro viaje se frustró por algún inconveniente, lo cual desilusionó mucho a mamá. En septiembre se llevó a cabo una gran parada militar en el Campo de Santana, como uno de los actos de celebración de la efemérides. Las tribunas estaban colmadas por destacadas personalidades, entre ellas el presidente saliente Alfonso López Pumarejo y el entrante, Eduardo Santos.

Lo más importante iba a ser la revista aérea con las escuadrillas perfectamente formadas y las acrobacias ejecutadas por los aviadores. De pronto, un avión Hawk cuyo piloto, quiso hacer un saludo a los presidentes, rozó con un ala el techo de la tribuna, perdió el control y cayó causando una tragedia en la que murieron setenta y cinco personas y más de cien que resultaron con quemaduras graves. Misael Pastrana Borrero, muy joven, estaba presente. Tuvo que ser sometido a varias cirugías en el rostro de las cuales quedó con una sonrisa permanente, que lo favoreció en su vida política.

Mamá le agradeció al Señor de los Milagros los inconvenientes para el viaje, ya que teníamos puesto reservado en las tribunas por ser papá oficial del ejército.

Después de esto, llegamos a Bogotá para que papá fuera tratado por los médicos del Hospital Militar, que entonces quedaba en San Cristobal. Mientras estuvimos en Buga, los Ortiz habían vuelto a su casa de la Calle 9a. Nosotros nos instalamos provisionalmente en la Pensión Atenas que quedaba a la vuelta, en la carrera 6a entre las calles 8a y 9a. Era una casa inmensa, de un piso, pero por el declive del terreno en la Candelaria habían construido al frente un semisótano, en donde funcionaba una tipografía. Tenía un jardín central rodeado de habitaciones; luego, el comedor y los baños que eran compartidos porque no los había en cada habitación. Atrás había otro patio con cuartos de menor categoría y, al fondo, un gran solar con árboles y columpios. Nosotros ocupamos las habitaciones del frente, con ventanas a la calle.

Esa casa sirvió después como residencia para jóvenes universitarias, administrada por monjas. Tuve la oportunidad de volver para estudiar con Yanira Olaya, mi compañera de la facultad de Filosofía y Letras, quien se alojaba allí.

Esa residencia era conveniente por la cercanía al Hospital Militar, al que papá tenía que ir constantemente para someterse a los exámenes necesarios para el diagnóstico.

Se le había formado una llaga en la mitad del pecho, que cada día se ampliaba y se profundizaba. Agotados los recursos médicos de la época, los médicos diagnosticaron cáncer y lo desahuciaron  Se preveía una metástasis y ningún médico quería hacerse cargo de él. Sin embargo, lo sometieron a una cirugía de limpieza que le dejó una cavidad tan grande, decía él, que tenía el diámetro de un limón y la profundidad de un cigarrillo. Se hizo tomar fotografías. Las monjas del Hospital lo curaban con panela raspada y la cavidad se fue llenando hasta que quedó solamente la cicatriz. Papá no aceptó el diagnostico y comenzó a investigar por su cuenta. Encontró lo datos de un médico ruso, el doctor Finiciff, que había tratado casos similares de tinomicosis.

Como llegamos en octubre, era preciso esperar al año siguiente para que Alberto continuara sus estudios y yo entrara al colegio. Mientras tanto, Benildita Ortiz ofreció darme clases de piano. Mamá aceptó y yo tuve que ir, sin tener la menor disposición.

Benildita se quedó soltera porque cuando Enrique Fandiño pidió su mano, el padre se la negó aduciendo que estaba muy joven; en cambio, le ofreció la mano de Ramona, la mayor. Enrique aceptó de buen grado, porque las dos hermanas eran igualmente lindas, rubias de ojos azules. En una fotografía que tomó papá cuando estaba de novio con mamá, aparece toda la parentela Fandiño Ortiz, Ortiz Jiménez y Rodríguez Ortiz. Ramona es una matrona que está sentada al frente. La rodean sus hijos, ya mayores pues Ramoncito viste de sotana. En la fila de atrás está Enrique Fandiño junto a Benildita, susurrándole algo al oído. Tal vez algo romántico, pero inocente.

Enrique y Ramona constituyeron un matrimonio prolífico: tres hijas monjas, un sacerdote, Ramón; Carlos y Antonio, solteros; Joaquín, el único que se casó y Rosita, soltera, dedicada al canto y al piano. Su canción preferida, la que interpretaba en todas las reuniones comenzaba: "Si yo encontrara un alma como la mía..." Tal vez, nunca la encontró.

Benildita me daba la clase y me dejaba haciendo ejercicios en esa sala penumbrosa  pues solamente abría el postigo más cercano al piano. Los muebles seguían cubiertos por sábanas blancas. Una vez, aburrida, pasé un dedo por sobre el marfil de una tecla con tan mala suerte que se despegó la lámina. Me asusté, cerré el piano  me despedí de mi maestra y subí al tercer piso para recoger mi sobretodo, que se había quedado en la alcoba de Lucy. Al entrar, vi en un rincón un fantasma que se movía y se me acercaba. Presa del pánico salí corriendo y gritando, di un traspié y caí de bruces en el patio. Mamá y Tita salieron de otra habitación en mi auxilio, sin explicarse qué pasaba. Al fantasma se le cayó la sábana y quedó al descubierto: era Lucy, que había cogido un plumero largo, de los que se usaban para limpiar las telarañas del cielo raso, tan alto en las construcciones antiguas; había puesto en el extremo un sombrero de Manuel, de los de media calabaza; lo había cubierto con la sábana y se había metido debajo para mover el palo.

Tita la reprendió porque no estaba bien que una señorita ya presentada en sociedad, se divirtiera asustando a su primita de ocho años. Esto, y mi confesión con respecto a la tecla, dieron fin a mis lecciones de piano. Tita y mamá buscaron discretamente un técnico que arreglara el desperfecto, antes de que Manuel se diera cuenta.

Algunas veces me llevaban a las fiestas de los Ortiz. Eran invitadas frecuentes la soprano Alicia Borda y su hermana Julia, casada con el profesor Rochester, distinguido intelectual y catedrático de la Universidad Nacional, de raza negra. Humberto no sabía apreciar el "bel canto"; cuando Alicia Borda entonó el "chi rivi riví" por solicitud de los asistentes, a Humberto lo acometió un terrible acceso de risa; yo lo sorprendí debajo de la escalera, todo morado, mordiendo un pañuelo.

En 1939 estalló la segunda guerra mundial. Las comunicaciones con Europa eran muy difíciles pero papá logró establecer correspondencia con el doctor Finikoff. Él le recomendó un tratamiento con inyecciones intravenosas, preparadas en aceite de maní. Serían veinte inyecciones, por lo menos. Consiguió que se las prepararan, pero no lograba conseguir quien se las aplicara, por el peligro de una embolia. Dio con un enfermero a quien ya se le había muerto un paciente y le aseguró que ya no se le podría morir otro. El enfermero aceptó y comenzó el tratamiento.

Durante esta enfermedad, mamá seguía prendida del Señor de los Milagros y pensaba qué podría hacer ella si papá llegara a faltar. Su alternativa sería volver a San Juan Nepomuceno y acogerse a la protección del abuelo. Cuando iban por la inyección número doce, papá sufrió un amago de embolia. Fue hospitalizado y lo superó, pero decidió suspender el tratamiento para no correr más riesgos. Sin embargo, las doce inyecciones fueron suficientes y se curó.

Papá viajaba con frecuencia en giras de reclutamiento. Cuando le tocaba por la región del Magdalena, salíamos a recibirlo a alguna de las estaciones del ferrocarril a Girardot. Nos encantaban las frutas, las arepas y las gallinas criollas que los campesinos sacaban a vender, así como los perfumados jazmines.