martes, 23 de octubre de 2012

Razones para escribir "Entre la barbarie y la justicia".


Razones para escribir Entre la barbarie y la justicia.

Cuando se apagaron las últimas llamas del incendio del Palacio de Justicia, los sobrevivientes fuimos citados a la Casa de la moneda, a pocas cuadras de la plaza de Bolívar.

El encuentro fue emotivo: a la alegría de encontrarnos con los compañeros, se mezclaba el dolor por la muerte de los que no llegaron.

Pero la vida sigue adelante. Era necesario albergar en alguna parte a la corte Suprema de
Justicia y al consejo de Estado, reconstruir los procesos perdidos, completar la nómina de los Magistrados y crear una nueva biblioteca.

La prensa y los demás medios de comunicación se ocuparon por algún tiempo de la gran tragedia de la Justicia. Pero los acontecimientos de nuestra historia se suceden tan vertiginosamente, que los medios no alcanzan a dar seguimiento a los hechos cumplidos por cubrir los nuevos.

En una semana se produjo el hecho trágico de la desaparición de Armero, por la avalancha del rio lagunilla causada por la erupción del volcán nevado del Ruiz. Luego, la era del terror desatada por Pablo Escobar; el paramilitarismo, la guerrilla, el narcotráfico y los secuestros; los asesinatos selectivos por manos de sicarios como los de el Magistrado Hernando Baquero Borda, Enrique Low Murtra, Guillermo Cano, Jaime Garzón, Luis Carlos Galán Sarmiento, Álvaro Gómez Hurtado, Eduardo Umaña Mendoza y otros tantos periodistas y defensores de derechos humanos.

Así, lo del palacio de Justicia fue quedando en el olvido. Al cumplirse un año, el 6 de noviembre de 1986, busqué inútilmente en los periódicos algún homenaje a los Magistrados sacrificados o alguna noticia sobre las investigaciones en curso. Pero solamente encontré en El Espectador una caricatura, en la que aparecen dos individuos: “Hoy hace un año del palacio de Justicia” dice el primero, a lo que responde el otro: “¿Cuál Palacio, cuál Justicia?”.

En los años que siguieron, me dediqué a reconstruir la biblioteca solicitando donaciones, clasificando y catalogando libros, atendiendo las consultas de los Magistrados y de otras entidades como el Consejo Superior de la Judicatura y la Corte Constitucional, las cuales por su reciente creación, todavía no tenían bibliotecas organizadas.

A pesar de las malas noticias, fue una época de paz interior, durante la cual disfrutaba inmensamente de mi familia. Mis seis hijos fueron creciendo y progresando en el ejercicio de sus profesiones. Han fundado sus propios hogares y me han dado once nietos que me llenan de orgullo y felicidad.

Los hechos del Palacio de Justicia solamente los recordaba para dar gracias a Dios por mi “segunda oportunidad”.

Oportunidad que aproveché para completar la saga de los chibchas, que consta de tres novelas históricas: “El ultimo cacique de la sabana”, “El final de los dioses chibchas” y “La fuerza del mestizaje o El cacique de turmequé”.

Al aproximarse el vigésimo aniversario de la tragedia del Palacio de Justicia, se empezó a descorrer el velo que había tratado de ocultar la verdad sobre tan doloroso episodio en la historia de Colombia y, especialmente, en la historia de la Justicia.

Los partidos políticos habían celebrado un “pacto de caballeros”, para que la opinión pública no se enterara de la verdad de los hechos.

Cuando se posesionó como fiscal general de la nación el doctor Mario Iguarán, los medios de comunicación abrieron espacios para debatir el tema del asalto del M-19 al Palacio de Justicia el 6 de noviembre de 1985, y de la consecuente retoma por parte de las Fuerzas Armadas, con un exceso de beligerancia que convirtió la sede de la Justicia en un campo de batalla.

En las Universidades y Academias, así como en los círculos sociales se tomó conciencia de lo ocurrido veinte años atrás.

Mis amigos me instaron a escribir lo que les había contado en visitas y tertulias, sobre mi experiencia como sobreviviente de la tragedia. Especialmente, mi inolvidable amiga la historiadora Carmen Ortega Ricaurte. Habíamos sido condiscípulas en el colegio Alvernia y en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional. Siempre la consideré mi mentora y consejera. En una reunión en su casa, me dijo cariñosamente: “Siéntate a escribir, y es una orden”. Su amable orden fue para mí un estimulo, que no pude desconocer.