martes, 16 de abril de 2013

SE DEFINE EL FUTURO DE MAMÁ

De Bogotá a San Juan Nepomuceno:

Los progresos de mamá en la Escuela de Bellas Artes, le valieron una beca para España. No la aceptó porque había aparecido en su vida un guapo estudiante de medicina, costeño, perteneciente a una familia de ganaderos que tenía haciendas en San Juan Nepomuceno en el departamento de Bolívar. Como estudiante rico, tenía su apartamento en el Pasaje Hernández, que aún existe entre las calles 12 y 13, en la carrera 8a. Había venido a Bogotá a estudiar el bachillerato en el Colegio del Rosario. Luego ingresó a la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional. Su nombre era Julio Arrieta Andrade, hijo de Manuel Arrieta Barrios y Bethsabé Andrade.

También vinieron de San Juan, a estudiar Derecho, Marceliano Rodriguez Pareja, con quien sostuvo una amistad de toda la vida, y Nelson Osorio. Este último era mal estudiante, parrandero y mujeriego. Para no quedar tan mal en el pueblo, regó el chisme de que Julio también había perdido el curso por malas calificaciones. Él, por orgullo, no quiso enviarle a su papá las excelentes calificaciones que había obtenido y don Manuel le cortó los recursos. Pero como él estaba empeñado en ser médico, consiguió con un doctor Angulo el puesto de practicante en la Escuela Militar, situada en la calle 26, en donde hoy está el hotel Tequendama. Le daban habitación, alimentación y sueldo. Así pudo continuar sus estudios. Su tesis de grado se tituló "La higiene en la Escuela Militar".

Desde su época de estudiante fue muy aficionado a la fotografía. Tenía una máquina Kodak de fuelle y él mismo revelaba los negativos en un cuarto oscuro. Por eso poseemos una serie de fotografías que constituyen el testimonio gráfico de lo que estoy contando.

Ya para entonces, su noviazgo con mamá era un compromiso formal y decidieron casarse antes del grado, porque el matrimonio de un estudiante no requería una celebración tan importante y costosa como sí la requeriría el matrimonio de un médico. La boda se celebró el 6 de junio de 1925 en la iglesia de Las Nieves. La ofició el presbítero Ramón Fandiño Ortiz primo de mis primos Ortiz Jiménez. Siempre estuvo muy vinculado a nuestra familia. Tanto, que bautizó a mi hija Rosa Luz y celebró su matrimonio con Arturo Pulecio Ortiz, hijo de Lucy.

Meses después  papá y mamá viajaron a San Juan Nepomuceno para presentarle a mi abuelo el diploma de médico y para que naciera allí Alberto, el primogénito.

La familia Arrieta acogió a mamá con mucho cariño. Estaba conformada por Manuel y Bethsabé, mis abuelos, y por sus hijos Gertrudis, Luis (muy parecido físicamente a papá), Carmen, Fernanda y Manuel el menor, a quien llamaban familiarmente Mane, para diferenciarlo de su padre.

Vivían en una de las casas más grandes del pueblo, que hacía esquina. El solar daba a una calle por donde entraban los caballos. En un gran cuarto se guardaban los aperos y el ataúd en que sería enterrado mi abuelo, cuando le llegara al hora. Esta previsión se debía a que en el pueblo no los fabricaban y era necesario llevarlos de Cartagena. Cada vez que moría un conocido, él regalaba el ataúd y enviaba por otro a Cartagena.

En esa época no había acueducto ni luz eléctrica. El agua se recogía en el arroyo y distribuía en los hogares por el sistema de balde, burro y bobo.

Mane practicaba el espiritismo. Se decía que los espíritus lo tumbaban de la hamaca y perturbaban a la familia. Los misterios del espiritismo se encontraban en el "Libro de Juanito". En un acto de autoridad, mi abuelo botó el libro al pozo artesiano que había en el solar. Creo que ese fue el fin del espiritismo de Mane.

Él estaba casado con María Aicardi, y poco antes de que llegaran papá y mamá había nacido su primogénito Rafael. Mamá me contaba que para evitarle a María la mastitis, pues tenía mucha leche, le ponían perritos recién nacidos para que mamaran. Lo más espeluznante de esa crianza, era la cazadora doméstica, la culebra que limpiaba la casa de zancudos, ratas y lagartijas, cuando por la noche sentía el olor de la leche que se derramaba de los pechos de María, se acercaba a beberla.

Mi pobre mamá no podía soportar ese estilo de vida ni el calor abrumador. Derramaba baldes de agua en el piso de cemento del baño y se acostaba allí por largo rato. A veces iba a buscar el fresco en el sitio en donde estaba el filtro de piedra que goteaba sobre un moyo de barro; pero allí también iban a refrescarse unos sapos enormes, que la asustaban. Era muy devota del Señor de los Milagros y le rezaba la oración de los 33 días, devoción que heredamos sus hijas y nietas. Le pedía que la trajera de regreso a Bogotá, aunque fuera a una casita en La Peña, un barrio muy modesto, situado más arriba del barrio Egipto.

Cuando se aproximaba el nacimiento de Alberto, muchas comadronas fueron a ofrecer sus servicios. Papá las despachó diciendo que solamente necesitaba lavanderas. Él atendió el parto y cuidó de que a mamá no le sucediera lo mismo que a María Aicardi.

Papá ejercía la medicina casi gratuitamente. Si acaso, recibía gallinas, frutas o cualquier otro obsequio de sus pacientes. No había problema económico porque mi abuelo poseía grandes haciendas de ganado cebú. Contaba mamá que en los potreros se veía la gran mancha de ganado. Cuando había ventas, el ganado iba saliendo por varias horas y la mancha de ganado se veía igual.

Las principales haciendas de mi abuelo eran Mandinga y El Paraíso.

En 1965, Marceliano, mi esposo fue nombrado gerente del Banco de Bogotá en Cartagena, y nos fuimos a vivir a esa ciudad. Mi tío Luis nos hizo un paseo a San Juan, que ya tenía acueducto, luz eléctrica y una buena carretera. En un determinado lugar, Luis nos dijo: "Aquí empieza Mandinga". Seguimos recorriendo la ruta por varias horas y de pronto le dije a Luis: "No nos dijiste en dónde se acabó Mandinga", a lo cual me respondió: "Es que todavía estamos pasando por Mandinga".

Contaba papá que en una ocasión fue a ver a una niña que estaba muy enferma. El papá muy preocupado le preguntaba constantemente si la niña se salvaría o si iba a morir y cuándo. Ante el apremio del hombre, papá le reprochó su falta de paciencia y él se justificó diciendo que le estaban ofreciendo un barril de ron a muy buen precio y que quería saber si lo iba a necesitar para el velorio.

Iban pasando los meses. Alberto se crió muy consentido por toda la familia. Le hicieron un carrito de madera que mamá decoró al óleo con motivos muy bonitos. Lo halaba un morrocoy, que lentamente daba vueltas al patio. Un día regresó de su paseo en el carrito del morrocoy y muy excitado le dijo a mamá: "La gallina se desenchipó". Se trataba de la cazadora que estaba enrollada y al paso del carrito se había desenchipado.

Papá solía leer el periódico que llegaba con varios días de retraso, sentado en una mecedora. Mamá leía por sobre su hombro mientras le acariciaba el cabello. En un momento dado, ella se retiró para ver al niño y regresó a los pocos minutos para seguir en lo que estaba. Pero veía que él se iba escurriendo en la mecedora, con signos de incomodidad, hasta que se dio cuenta de que él no era papá sino el tío Luis, que tenía el cabello igual y también vestía camisa blanca.

Al cabo de dos años, el Señor de los Milagros oyó la oración de los 33 días que mamá rezaba continuamente y le hizo el milagro de regresar a Bogotá. El abuelo le ofreció a papá escriturarle unas tierras, para que se quedaran. Pero papá las rechazó con estas palabras: "Yo no necesito tierras, porque tengo mis vacas en la cabeza". Esta frase nos la repitió varias veces para enseñarnos que lo verdaderamente valioso que poseemos, son nuestros conocimientos porque los podemos llevar a todas partes y nadie nos los puede quitar.

El viaje de regreso por el río Magdalena no fue tan placentero como había sido el de bajada en el barco a vapor, con una brisa refrescante, las comodidades de un hotel y una orquesta que amenizaba las noches. Aunque fue en un vapor de la misma compañía  la navegación fue muy difícil por la sequía del río y las frecuentes varadas. El calor y los mosquitos desesperaban a los viajeros. Alberto sufrió de diarrea y los pañales se acumulaban. En esa ocasión, como en muchas otras en el futuro, a papá le valió más su condición de médico que el dinero que pudiera llevar. Cuando el buque se detenía, se acercaban los pobladores curiosos y así supieron que venía un médico a bordo. Las mujeres acudían con sus niños enfermos y papá los atendía sin cobrarles más honorarios que la lavada de los pañales, lo cual pagaban con gusto y los llevaban a las pocas horas bien blancos y planchados.




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