viernes, 7 de junio de 2013

EN LA JUVENTUD SE VA TOMANDO CONCIENCIA

En 1947 me gradué de bachiller en la tercera promoción del Colegio Alvernia. En esas vacaciones fuimos a San Juan Nepomuceno para conocer al abuelo y a toda la familia.

Por primera vez viajamos en avión. En Cartagena nos esperaba el tío Luis. Mamá, Blanquita y yo conocimos el mar en la playa de Marbella, que entonces era la zona turística. Alberto estaba en Santa Marta con Álvaro Castillo, haciendo prácticas de Ingeniería en la carretera de la cordialidad, pero después llegó a San Juan para la Navidad y el Año Nuevo. Me impresionó mucho la cantidad de negros en Cartagena por todas partes.

Nos alojamos en un hotel del centro, en una habitación grande. Blanquita no podía dormir por los ronquidos de papá y salió al corredor, a caminar. Cuando regresó, vi su silueta recortada en la puerta y me pareció altísima desde mi cama; para colmo, tenía el cabello alborotado por el rizado permanente que le habían hecho para el viaje; en la duermevela pensé que era una negra que entraba a robar y comencé a gritar tan fuerte como cuando vi que me caminaba un cien píes por mi vestido rojo, en Buga. Mamá me abrazó para calmarme, pero cuanto más me apretaba , más pensaba yo que la negra me estaba sujetando para hacerme daño, por haber dado aviso. Los huéspedes de las habitaciones vecinas golpeaban enojados las paredes. Papá encendió la luz, puso término al alboroto y a las cuatro de la madrugada salimos para San Juan.

El abuelo estaba muy fuerte y saludable a sus setenta años. Recorría sus haciendas a caballo y manejaba sus negocios. Había construido un depósito de agua lluvia, cubierto por una plancha de concreto que servía como terraza para hacer tertulias y jugar a las cartas o al dominó. En las épocas de sequía, abastecía a los vecinos en forma gratuita.

Eran muchos los primos. Con las que hice amistad fue con Rafaela, la hija mayor de tío Luis, quien después vino a estudiar al Alvernia, y con Lilia, hija de Mane, de quien heredó poderes esotéricos. Leía las cartas y las líneas de las manos. Pocos años después, se casó con Antonio Ávila, un odontólogo empírico, hijo de un amigo de papá. Toño había estado cortejandome, pero papá lo alejó aconsejándole que se estableciera en San Juan porque allá no le haría falta el diploma.

Toño y Lilia se vinieron a vivir a Bogotá por algún tiempo. A una de sus hijas le pusieron María Luz, mi única tocaya en toda la familia.

Después se establecieron en una hacienda, cerca a Villavicencio. Cuando Toño fue con un hermano suyo a conocer las tierras para comprarlas, se tomaron fotos el uno al otro porque estaba solos en la inmensa llanura. Al revelarlas, apareció misteriosamente la imagen de un llanero de sombrero alón, junto a cada uno de ellos. Ese fantasma siempre los protegió y no permitió que les robaran ni una res ni una gallina. Y cuando Lilia iba a Villavicencio, sola o con los niños, la gente veía que la acompañaba un campesino de sombrero alón, aunque para ella era invisible, y nadie se atrevía a molestarla.

Al regresar de las vacaciones en San Juan, me matriculé en la Facultad de Letras del Colegio Mayor de Cundinamarca. La iniciación de las clases se demoró porque estaban tramitando la utilización provisional de unos salones en el Instituto Colombo Británico, por la falta de una sede propia.

Entre tanto, llegó el 9 de abril de 1948, fecha trágica en la historia colombiana del siglo XX, lo cual demoró aún más la iniciación de las clases.


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