viernes, 17 de mayo de 2013

UN MIEMBRO MÁS EN LA FAMILIA

Blanquita nació el 7 de noviembre. Papá la recibió como nos había recibido a Alberto y a mí, en la propia casa. Era una bebé preciosa y siguió siendo muy linda.

Al iniciarse el año escolar de 1936, Alberto continuó sus estudios en el Liceo de la Salle que quedaba a dos cuadras, con todos los muchachos del vecindario.

Yo entré al Kinder del Instituto Pedagógico, por consejo de Fidel Perilla, cuyas hijas estudiaban allí. Fue un consejo acertado porque el kinder representó un avance en la educación preescolar. Fue creado por la Misión Alemana para la Educación, dirigida por la doctora Georgina Fletcher. La casita, que aún existe, fue diseñada especialmente para los niños, con sus baños y muebles proporcionados a su tamaño. En ese kinder, Fernando y Carlos, mis hijos mayores, también iniciaron sus estudios.

La arenera fue una novedad. El primer día los padres esperaban que nos quedáramos llorando tan pronto como ellos se fueran. Pero las profesoras dispusieron que los niños cargaran en la espalda a las niñas y nos fuéramos a jugar a la arenera. A mí me tocó que me llevara el hijo de Pedrito Gonzáles, el médico que me había tratado el sarampión. Mamá se asomó por la tapia y me vio tan contenta, que se fue tranquila para la casa.

Me enseñaron las primeras letras en la cartilla de Baquero. Como me explicaron que la H es muda, no quise aceptar la pronunciación de la CH y leía "cocolate", sacando de paciencia a la profesora.

Mi abundante cabello pajizo llamó la atención de unas niñas. Durante un recreo, una de ellas comenzó a mechonearme fuertemente; al oír mis gritos, la maestra llegó en mi socorro, la mechoneadora me soltó y le dijo a la otra: "¿Se fija que no era peluca?".

Amanda Varela, cuyo nombre nunca se me olvidará, me tenía antipatía gratuita. Yo lo presentía y la evitaba. Pero un día me encontró sola en el salón, se me tiró al cuello y me enterró las uñas. Me dejó unas marcas tan terribles, que al día siguiente mamá fue a darle las quejas a la Directora, en lo que se demoró un buen rato. Yo estaba esperándola en la portería, pensé que se le había olvidado ir por mí, y me fui para la casa, atravesando potreros para abreviar, porque todavía no se había urbanizado de la carrera séptima hacia el occidente. Mamá regresó a la casa muy angustiada y me encontró jugando con Blanquita. Ese día no la había llevado en su cochecito porque tenía que hablar con la Directora. Pero ya era costumbre el paseo diario al Pedagógico.

Aprender a leer es un prodigio que pasa inadvertido, porque es normal para los seres privilegiados, en un país en donde el analfabetismo alcanzó tan altos índices en el pasado. En la Navidad de 1936, entre otros regalos, el Niño Dios me trajo un libro muy lindo titulado "Lluvia de cuentos", de la editorial española Callejas,  con tapas duras repujadas y forradas en tela roja, con bajorrelieves en dorado e ilustrado con grabados. Lo disfruté mucho tiempo, porque leía y releía los cuentos. A pesar de que estábamos gozando la vida en Chapinero, tuvimos que partir nuevamente. Esta vez a Buga, porque papá fue trasladado al Batallón Palacé.


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