viernes, 17 de mayo de 2013

INFANCIA EN BUGA

En Buga nos instalamos en una casa en donde había muerto un tuberculoso. A pesar de que había sido totalmente pintada y desinfectada, llevaba varios meses desocupada por el miedo que la gente le tenía al contagio.

El hecho de que la tomara un médico y llevara a su familia, le quitó la maldición a la casa. Era de un piso y muy amplia. En el patio delantero había un gran bugambil y en el solar había aguacates, naranjas, limones y primaveras, unas flores rosadas que crecen en festones y se usaban para adornar las fachadas en las procesiones del Señor de los Milagros. Tenía muchas habitaciones en línea, comunicadas entre sí.

Cada siete años se hacía una fiesta especial en honor del Señor de los Milagros, el Patrono de Buga, a la que asistían todos los obispos del país, comunidades religiosas y muchísimos devotos. Cuando llegamos no tocaba la fiesta, pero un borracho se subió al altar y con un machete rompió el costado del Cristo. Las autoridades religiosas dispusieron que se celebrara la fiesta en desagravio.

El festejo duró varios días durante los cuales se engalanó la ciudad con arreglos florales, especialmente con festones de primaveras. Hubo procesiones, Misas, retretas en el parque y juegos pirotécnicos bellísimos  que yo no había visto nunca.

Un día observé a la altura del pecho, sobre mi trajecito rojo de crespón, un gusano negro con el lomo amarillo que avanzaba lentamente hacia arriba  Comencé a gritar y a correr pasando por todas las habitaciones hasta el solar y regresando por el patio para repetir el recorrido, sin dejar de gritar aterrorizada. Todos se alarmaron pensando en un ataque repentino de locura. Papá me detuvo, la dio un pastorejo al gusano y todo volvió a la normalidad.

En Buga hicimos amistad con la familia Albarracín Morales. El doctor Leopoldo era médico especialista en lepra; María su esposa era venezolana; sus hijos eran Hernando, Beatriz y Cecilia, de edades correspondientes a las nuestras. María y mamá se entretenían haciéndonos vestidos a la moda de Shirley Temple y "a la medida"; esto es, la niña se sentaba y la medida del largo se tomaba desde el hombre hasta la base del asiento. Había una gran afinidad entre las dos familias y la amistad perduró por muchos años porque ellos tambíen volvieron a Bogotá en donde seguimos frecuentándonos.

Los domingos íbamos los niños a matinal, a ver películas de Tarzán o de vaqueros con Tim Mc Coy. Después  almorzábamos por turnos en una de las dos casas y pasábamos toda la tarde jugando. En los solares hacíamos carpas como los exploradores de las películas y recreábamos los que habíamos visto en el cine. Una tarde, en casa de los Albarracín, lancé un palo de escoba como si hubiera sido la lanza de un pigmeo africano, con tan mala fortuna que le pegó a Hernando en un ojo. Alberto y yo asustados, dimos por terminada la visita. Al día siguiente Hernando se presentó en nuestra casa, pretextando una razón que María le mandaba a mamá. Cuando ella vio el ojo "colombino" de Hernando, se deshizo en exclamaciones de horror. "¡Por Dios, Hernandito, qué te pasó?" "- Nada, nada Marujita" respondía con toda educación, siguiendo instrucciones de María  Pero yo me sentí tan culpable y avergonzada, y a la vez tan cobarde, que solamente deseaba que la tierra me tragara.

Teníamos otros amiguitos en la cuadra, de los cuales recuerdo a Camilo Saavedra y a Bety Sanclemente. Por las tardes, cuando había pasado el calor, solíamos jugar en el patio a "¿Lobo, estás?" y el lobo se emperifollaba detrás del bugambil hasta que estaba listo para salir a perseguirnos. También jugábamos al gato y al ratón y a la pelota envenenada.

Disfrutábamos con nuestros padres programas novedosos como los recitales de Berta Singerman, los perritos comediantes, el circo y la ciudad de hierro, en la que me maravilló el espectáculo de dos motociclistas dando vueltas a gran velocidad, dentro de una esfera de varillas metálicas.

Alberto entró a primero de bachillerato en el Colegio Académico. Escribió una composición sobre Potosí, y el profesor pensó que la había copiado de algún libro de Emilio Salgari.

Papá escribió esta leyenda:
La familia Arrieta
con la bicicleta
y hasta la muñeca,
para estar completa.
A mí me iban a matricular en el colegio de las madres Marianitas, pero cuando vieron que el uniforme era de paño negro, desistieron. Entonces entré a un colegito cercano, en donde no permanecí mucho tiempo, por varias razones: me pusieron una plana con errores de ortografía; un día me dio un soponcio en clase de costura, porque en Buga como en Cartago, son muy importantes los bordados y en el salón almacenaban tal cantidad de sábanas enrolladas en tambores que casi no quedaba aire y, finalmente, porque un día nos detuvieron a la hora de salida, nos alinearon de pie en el patio para oír las extensas quejas y explicaciones de la Directora por tanto tiempo, que mi pobre vejiga no aguantó más.

Mamá se dedicó a darme las clases correspondientes y en un año adelanté dos, porque cuando volvimos a Bogotá entré a tercero de elemental, en el colegio de las Mariño. Me gustaba tanto la lectura, que me devoraba los libro de Emilio Salgari que le compraban a Alberto y la revista Billiken a la que teníamos suscripción. También me leí la novela original de Edgar Rice Burrougs "Tarzán de los monos", de donde salieron las historietas gráficas y las películas. Este libro era bien voluminoso y no tenía ilustraciones, pero me encantó.

La revista Billiken traía juegos para armar. En uno de los números venía un teatro Guiñol. Alberto armó el escenario, recortó los personajes y los pegó en cartulina. Cada uno tenía dos caras: una sonriente y otra triste o una seria y otra gruñona, según el personaje. Estaban la dama joven, el galán, el villano, el rey, la bruja y otros.

Mamá hizo un telón de crespón rojo con un retazo de mi vestido y lo adornó con con lentejuelas. Alberto escribía los libretos y manejaba los muñequitos, imitando las distintas voces. Nos reuníamos muchos niños para ver las funciones y nos divertíamos en grande.




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