martes, 7 de mayo de 2013

EN PLENA SELVA

Viajamos en tren hasta Neiva, en donde papá esperaba. De allí nos trasladamos a Florencia por una carretera construida a marchas forzadas, porque no existía antes de la invasión peruana. Era una angosta cornisa que bordeaba la cordillera, y parecía que las ruedas traseras del carro no iban a tocar tierra después de cada curva. Al mirar hacia abajo, sólo se veía una espesa capa de niebla. Mamá no soltaba el rosario. Fue tal la angustia de ese viaje, que se decidió desde ese momento que el regreso sería en avión. En avión militar, por supuesto, porque la aviación comercial apenas se iniciaba en Barranquilla y Medellín y pasaría mucho tiempo antes de que los colombianos le perdieran el miedo.

De Florencia navegamos a Potosí en una lancha. Fueron varias horas por las tranquilas aguas del río Orteguaza admirando la selva, de la cual solamente teníamos una pálida noticia obtenida en las películas de Tarzán. Nos sorprendían sus árboles gigantescos, sus perfumes intensos, sus ruidos impresionantes como la algarabía de las guacamayas, los chillidos de los monos y los cantos de pájaros desconocidos como el diostedé, llamado así porque canta muy claramente "Dios te dé".

El hospital y sus dependencias eran de una solo piso, construido sobre estacas de madera. Las gallinas andaban por debajo de la construcción y dejaban allí los huevos.

Cuando se supo que el doctor Arrieta había llevado a su familia, los aviadores y los oficiales comenzaron a llevar a las suyas, a pasar temporadas. El hospital de Potosí se conoció como el Hotel Granada del sur. Éste había sido el hotel más elegante de Bogotá, hasta que fue incendiado el 9 de abril de 1948, cuando se cometió el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán y el pueblo reaccionó con ira y dolor. Quedaba en el costado sur del parque de Santander, en donde hoy se levanta el Banco de la República.

El baño en el río era una delicia porque el lecho era de arena y había una parte muy pandita, en donde me dejaban con Bibiana mientras los nadadores hacían gala de su destreza. Algunos, hasta se atrevían a cruzarlo.

Al otro lado del río había un poblado de indios huitotos. Visitaban el hospital con frecuencia para ofrecer por trueque unas deliciosas piñas blancas que cultivaban. Por el contacto con las autoridades intendenciales y con los colonos blancos, hablaban un español muy rudimentario. Se les dificultaba la conjugación, que en realidad resulta muy difícil para quienes no tienen el español como lengua madre. De manera, que solamente usaban el gerundio y resumían así su filosofía de la vida: "canoa teniendo, mujer teniendo y harta chaquira teniendo, qué más queriendo".

Tenían la costumbre ancestral de sacrificar a los niños que no hablaran a los tres años. En Potosí había un indio mudo, que uno de los empleados había salvado del sacrificio y lo había adoptado. Era un excelente cazador y pescador.

La mejor atención que los huitotos podían hacer a los blancos era invitarlos a tomar "cazaramano" Esta era una sopa a la que echaban cuanto animal podían cazar a mano: micos, culebras, ranas, ratas, murciélagos  iguanas o lo que fuera. El invitado que se atreviera a rechazar este plato, era considerado enemigo de la tribu.

En Potosí permanecimos ocho meses. Por las noches papá nos contaba cuentos de la comadreja, una serie que duró los ocho meses sin que decayera el interés, porque era un derroche de imaginación  ¡Cómo lamento no poder recordar las aventuras de la comadreja  Sólo recuerdo que cuando comía pescado podía nadar, y cuando comía pájaros podía volar.

Se organizaban grupos de cazadores que penetraban en la selva abriendo trocha con machete y conseguían chigüiros de carne deliciosa. A veces llevaban a Alberto, que por ser hombre y más grande que yo, pudo disfrutar de experiencias maravillosas que a mí me estuvieron vedadas.

Nuestras mascotas eran un tente, una mica churuca y una pareja de periquitos. El tente es un ave zancuda de menor tamaño que una gallina; su aspecto no es muy atractivo porque sus plumas son entre negras y carmelitas, pero es muy inteligente. El tente cuida muy bien a los bebés y no permite que se les acerquen ni un zancudo ni una culebra. A los unos los devora porque es insectívoro y a las otras las saca a picotazos. Contaban que en la iglesia de Florencia entraban los tentes a Misa y que en el momento de la elevación se inclinaban, abrían las alas y agachaban la cabeza en señal de adoración. El que teníamos, se posaba en el espaldar del asiento que ocupara papá y le picoteaba suavemente la cabeza, como a él le gustaba.

La mica churuca tenía abundante pelo negro y lustroso. Mamá le hizo un vestido rojo y ella se sentaba como una verdadera revendedora de la plaza de mercado.

Con Alberto me paseaba por la huerta y arrancaba pequeños tomates, rojos y dulces. Mientras los saboreaba lamentaba, a mis cuatro años, el haber desperdiciado tan gran parte de mi vida, rechazando los tomates sin haberlos probado. El berenjenal crecía exuberante, enredado en su propios anillos. Más tarde comprendí por qué se decía que alguien se había metido en un berenjenal, cuando estaba en un lío muy complicado.

Mis vestidos consistían en unas lindas piyamas en tela de algodón, confeccionadas por mamá y Margarita Pérez. Cuando se aproximaba un avión, quizás con visitantes encopetados, mamá me vestía con mucho esmero. Yo le había oído contar a papá que en Palanquero los aviadores hacían unas picadas tan peligrosas, que los hombres que estaban en la pista tenían que tenderse en el suelo. Cuando yo escuchaba el ruido del avión que se acercaba, presa del pánico me tiraba al suelo y mi pobre mamá tenía que vestirme de nuevo.

El enfermero Bretón se enamoró de una linda campesinita huérfana llamada Leonor; vivía con una familia de colonos, quienes la tenían pisando boñiga para hacer adobe. Se casó con ella y la llevó a Potosí. Le pidió a mamá que por favor "le diera los toques". Años después me los encontré visitando a mis padres; Leonor era una señora elegante, con una conversación muy agradable.

Un día llegaron unas señoras de la alta sociedad bogotana. Una de ellas estaba casada con el Intendente del Caquetá. Llegaron desde Florencia en una lancha con el maquinista y un niño de unos doce años. Una de ellas era doña Saturia Samper y el niño era Chepito Esguerra.

Las señoras, unas tres o cuatro, habían salido de paseo con el ánimo de regresar a Florencia al mismo día. Pero al llegar a Potosí se sintieron tan a gusto y fueron tan bien atendidas, que decidieron quedarse otros días, pese a que solamente llevaban la ropa puesta y el vestido de baño, con el cual permanecían mientras les lavaban la ropa.

Chepito Esguerra era un niño tan bien educado, que mamá siempre se lo ponía de ejemplo a Alberto y no solamente en esos días, sino por mucho tiempo después  Por eso se me grabó su nombre. A Chepito le encantaba todo lo que servían en la mesa y con mucha cortesía preguntaba: "Señora Marujita, se podrá repetir?", cuando alguno de los alimentos era de su especial agrado.

Un buen día papá recibió un escueto telegrama del Intendente, que decía: "¡Atájelas!" Temía, tal vez con razón, que siguieran río abajo.

Así terminó esa visita que sería muy significativa en mi porvenir, como les contaré más adelante, cuando me reencontré con Chepito Esguerra, 45 años más tarde.

La guerra con el Perú finalizó con la firma del Protocolo de Río de Janeiro, en 1934. Sin embargo, la recuperación física de los soldados y su evacuación tardó casi un año más. Cuando estaba próximo nuestro regreso a Bogotá en avión, ocurrió en Medellín el accidente en el cual perdió la vida Carlos Gardel, al estrellarse su avión con otro en el momento del decolaje. Esto ocurrió el 24 de junio de 1935.

La noticia causó tanto pánico  que mamá aceptó regresar por tierra. Ya llevaba varios meses de embarazo, esperando a mi hermana Blanquita.

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