Razones para escribir
Entre la barbarie y la justicia.
Cuando se apagaron las últimas
llamas del incendio del Palacio de Justicia, los sobrevivientes fuimos citados
a la Casa de la moneda, a pocas cuadras de la plaza de Bolívar.
El encuentro fue emotivo: a la
alegría de encontrarnos con los compañeros, se mezclaba el dolor por la muerte
de los que no llegaron.
Pero la vida sigue adelante. Era
necesario albergar en alguna parte a la corte Suprema de
Justicia y al consejo de Estado, reconstruir los procesos perdidos, completar la nómina de los Magistrados y crear una nueva biblioteca.
Justicia y al consejo de Estado, reconstruir los procesos perdidos, completar la nómina de los Magistrados y crear una nueva biblioteca.
La prensa y los demás medios de
comunicación se ocuparon por algún tiempo de la gran tragedia de la Justicia.
Pero los acontecimientos de nuestra historia se suceden tan vertiginosamente,
que los medios no alcanzan a dar seguimiento a los hechos cumplidos por cubrir
los nuevos.
En una semana se produjo el hecho
trágico de la desaparición de Armero, por la avalancha del rio lagunilla
causada por la erupción del volcán nevado del Ruiz. Luego, la era del terror
desatada por Pablo Escobar; el paramilitarismo, la guerrilla, el narcotráfico y
los secuestros; los asesinatos selectivos por manos de sicarios como los de el
Magistrado Hernando Baquero Borda, Enrique Low Murtra, Guillermo Cano, Jaime
Garzón, Luis Carlos Galán Sarmiento, Álvaro Gómez Hurtado, Eduardo Umaña
Mendoza y otros tantos periodistas y defensores de derechos humanos.
Así, lo del palacio de Justicia
fue quedando en el olvido. Al cumplirse un año, el 6 de noviembre de 1986,
busqué inútilmente en los periódicos algún homenaje a los Magistrados
sacrificados o alguna noticia sobre las investigaciones en curso. Pero
solamente encontré en El Espectador una caricatura, en la que aparecen dos
individuos: “Hoy hace un año del palacio de Justicia” dice el primero, a lo que
responde el otro: “¿Cuál Palacio, cuál Justicia?”.
En los años que siguieron, me
dediqué a reconstruir la biblioteca solicitando donaciones, clasificando y
catalogando libros, atendiendo las consultas de los Magistrados y de otras
entidades como el Consejo Superior de la Judicatura y la Corte Constitucional,
las cuales por su reciente creación, todavía no tenían bibliotecas organizadas.
A pesar de las malas noticias, fue
una época de paz interior, durante la cual disfrutaba inmensamente de mi
familia. Mis seis hijos fueron creciendo y progresando en el ejercicio de sus
profesiones. Han fundado sus propios hogares y me han dado once nietos que me
llenan de orgullo y felicidad.
Los hechos del Palacio de
Justicia solamente los recordaba para dar gracias a Dios por mi “segunda
oportunidad”.
Oportunidad que aproveché para
completar la saga de los chibchas, que consta de tres novelas históricas: “El
ultimo cacique de la sabana”, “El final de los dioses chibchas” y “La fuerza
del mestizaje o El cacique de turmequé”.
Al aproximarse el vigésimo
aniversario de la tragedia del Palacio de Justicia, se empezó a descorrer el
velo que había tratado de ocultar la verdad sobre tan doloroso episodio en la
historia de Colombia y, especialmente, en la historia de la Justicia.
Los partidos políticos habían
celebrado un “pacto de caballeros”, para que la opinión pública no se enterara
de la verdad de los hechos.
Cuando se posesionó como fiscal
general de la nación el doctor Mario Iguarán, los medios de comunicación
abrieron espacios para debatir el tema del asalto del M-19 al Palacio de
Justicia el 6 de noviembre de 1985, y de la consecuente retoma por parte de las
Fuerzas Armadas, con un exceso de beligerancia que convirtió la sede de la
Justicia en un campo de batalla.
En las Universidades y Academias,
así como en los círculos sociales se tomó conciencia de lo ocurrido veinte años
atrás.
Mis amigos me instaron a escribir
lo que les había contado en visitas y tertulias, sobre mi experiencia como
sobreviviente de la tragedia. Especialmente, mi inolvidable amiga la
historiadora Carmen Ortega Ricaurte. Habíamos sido condiscípulas en el colegio
Alvernia y en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional.
Siempre la consideré mi mentora y consejera. En una reunión en su casa, me dijo
cariñosamente: “Siéntate a escribir, y es una orden”. Su amable orden fue para
mí un estimulo, que no pude desconocer.